domingo, 27 de noviembre de 2011

ERA UN MESSI ESCOLAR

         Caen como rayos en un día claro. A veces los buenos recuerdos hacen su inesperada aparición de esa manera y de igual forma te fulminan. Si alguien te viese, percibiría esa sonrisa de orgasmo en la cara que  se comportaría como una acérrima enemiga delatora.
         Suspendes momentáneamente lo que traes entre manos y en nano segundos rescatas lo más que puedes del hálito etéreo de un naufragio existencial.
Recién me sucedió. Lo que realizaba en ese instante no tiene injerencia alguna con lo que relato. Más aún, ignoro cómo hacerlo, no es nada extraordinario, sólo algo que en ese tiempo me pareció una proeza descomunal que sólo celebramos mi madre y yo a pesar de que ella no estuvo presente cuando eso sucedió.
Cursaba el tercer grado de primaria en una escuela confesional, tenía ocho años y muchas asignaturas por delante que detestaba, entre ellas, la de Español. Es un crimen de lesa humanidad cortarle de tajo a uno las actividades lúdicas. Eso era lo que más amaba de mi diario existir, jugar. A veces era diplomático, o un médico afamado y reconocido, otras operador de maquinaria pesada como mi padre, en algunas ocasiones un jefe de familia ejemplar, un defensor social contra las injusticias, y en esa ocasión un ignaro jugador de fútbol.
Un día los sacerdotes nos llevaron al único campo de ese deporte que existía en el pueblo. Es mucha finura llamarle cancha a ese páramo áspero de suelo polvoso donde poníamos nuestro mejor empeño en ganarle al contrario, al menos lo único que tenía muy claro en mi mente era ganar como si en ello nos fuera la vida.
En lo personal no tenía ni la más remota idea de las reglas de ese pasatiempo. Debo de admitirlo, pero sin saberlo eran mis primeras ideas anarquistas de algunas cosas, como las de mantener en desorden el cuarto, el cajón de los juguetes, el lugar de la ropa sucia, y menos si se es un hijo único.
Lo único que sabía, y eso porque me instruyeron de último momento, era que tenía que patear el balón hacia el lado contrario y tratar de meterlo en algo que llamaban portería, consistente en un par de erectos palos paralelos y un travesaño colgado de en medio, y que por lo desnivelado del suelo, la vi más adelante cuando conquisté dicho territorio.
Siguiendo al pie de la letra tan intensiva instrucción de último minuto, me dediqué a lo que íbamos, a vencer a los contrarios y en  un sublime instante me vi involucrado en una amorfa masa humana y de polvo que giraba peor que un huracán de impredecible desplazamiento. Sólo oía maldiciones y regaños en mi lucha infructuosa por apropiarme de la pelota. No distinguía a nadie, el panorama a mis pies y a mi alrededor se me presentaba como las de las raíces de los manglares de los ríos.
Mi instinto atávico me guió al centro de esa vorágine y de  forma súbita apareció de la nada una esfera rodando girando  frente a mí. Creí que eso requería del concurso de una patada mía que lancé sin destino alguno. ¡Goooolll, goooolll! Fue el aullido que escuché de inmediato salido de algunas destempladas gargantas. Supuse que lo había conseguido yo ante la ausencia de algún estímulo de mis compañeros de equipo que lo confirmara, pero ellos lo celebraban.
No recuerdo si ganamos o perdimos la contienda, lo que sí tengo muy grabado es que el resto del día y parte de la noche, no podía dejar de pensar en ese exacto y oportuno instante en que conocí  la gloria.
No fue así en la siguiente ocasión en el patio de recreo de mi escuela. Había un torneo interno de balompié entre varios equipos de esa institución. Fui capitán de uno de ellos, el de mi aula. No me pregunten cómo obtuve ese grado. Tal vez fue por esa anotación legendaria que cargaba a cuestas, pero sí rememoro que mi team se llamaba Atlas. Le denominé así porque leí en un libro de mitología griega que este coloso cargaba al mundo, una bola muy grande sobre sus espaldas, y ese redondel  lo relacioné con la pelota de este deporte, y llegada la hora de bautizar a mi grupo entusiasta, escogí el nombre de este mítico personaje.
La primera ocasión que saltamos a la cancha no logramos evadir la ausencia de táctica alguna, no teníamos el placer de conocerla, sólo le mostrábamos respeto a una desbordada pasión por largar patadas con una elegancia indiscriminada que eran obsequiadas a placer a nuestros contrincantes y a compañeros de equipo.
Casi se repitió la memorable historia anterior, pero en sentido contrario al de mis inicios en esta disciplina deportiva. En una de esas reiteradas refriegas, en el zenith del caos, de esos ignotos lugares de lo inexplicable apareció mi nadir: de nuevo surgió el esférico, desconozco de dónde, pero ahora con una infalible trayectoria criminal hacia nuestra portería. En esa oportunidad de manera consciente quise alcanzar nuevamente los laureles, y en pleno consenso con mi determinación quise evitar esta profanación estirando lo más extenso que me fue posible mi pierna izquierda, con el ánimo de atajar o desviar el cuero redondo a otra dirección que mantuviese sin mancilla alguna nuestra red y por extensión,  la propia honra.
No fue así, la pelota, además de dejarme un ardor inolvidable en la zona donde me golpeó, hizo un giro arabesco inalcanzable a las desesperadas manos de nuestro guardameta, que en un infructuoso lance heroico de antología, no pudo evitar que ese bólido asesino se fuese a visitar el rincón de las arañas sacudiendo la red que vibró como cuerda floja de guitarra al ejecutarse.
Considero innecesario remitirles a las muy expresivas manifestaciones verbales de mis compañeros que contrastaban con los gritos de apaches marihuanos de nuestros adversarios. Lo peor había tomado carta de naturalización: ¡había provocado un autogol!
Repitiendo cartel, el resto del día y parte de la noche volví a retomar esa imagen e instante funesto. No tuvieron efecto alguno las amorosas palabras de mi progenitora al enterarla de mi desaguisado, mi ánimo de proscrito ondeó por todo lo alto de mi infortunio.
Mi nueva calidad de paria escolar no terminó ahí. Al día siguiente en un pizarrón del colegio, donde se colocaban toda serie de informaciones, en una hoja aparecieron los resultados de los juegos ya celebrados, y con lujo de detalles afloraron los nombres de los equipos, su lugar en la clasificación, los apelativos de los goleadores, su logros alcanzados, y en folio aparte, por casualidad o por  deshonra, el mío.
Decía Freud  que “infancia es destino”. No lo sé de cierto. A pesar de esta ignominia jugué fútbol, sin llegar a ser una estrella notable, hasta cubrir toda mi juventud. Más adelante con algunas lecturas encima, descubrí que es un somnífero social, una cortina de humo ante los serios problemas de una nación donde se practique. Perdió su carga lúdica para volverse una exhibición enajenante en el medio profesional. Como regalo adicional a tan monumental estupidez, esta se enriqueció con la aparición de los hinchas y hooligans.
Por fortuna, todavía existen lugares en las mismas condiciones como en las que yo jugué, ilusos igual que yo que lo hacen por el placer de jugar por jugar, de pasarlo bien, de gastar sin sentirlo un pedazo de nuestra existencia para tejer un gran tapete de sueños.

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