lunes, 5 de enero de 2015

TRIBULACIONES

        No es asunto menor el llegar a ser viejo, de la tercera edad, adulto mayor o cualquier otro eufemismo que se quiera utilizar para suavizar el nombre de esta inevitable etapa biológica transitoria. Mucha agua ha corrido debajo del puente para llegar a ser senecto y por ende se podrían contar cientos o miles de historias de todos calibres: de alegrías, bochornosas, de algunos sinsabores, muchas satisfacciones, frustraciones, insignificancias, cosas grandiosas, y por supuesto, también vergonzosas que en su momento nos hicieron sentir menos que criminales, aunque desvanecidas por la pátina del tiempo estas y otras más, ya no podemos verlas o apreciarlas de esa manera.
        En esos tiempos esas angustias rebotaban en nuestra mente sin darnos tregua, algo que tenía que ser ahogado en lo más profundo de nuestro ser, proscritas de la existencia misma. ¿Quién en esta vida no tiene escondido en algún cajón remoto del recuerdo un hecho así que nos causó rubor por nuestros prejuicios o valores? Por lo menos yo sí, ya lo puedo decir sin sonrojo alguno porque a mi edad la vida me permite tomarme muchas licencias, a grado tal que ya casi nada me escandaliza, el largo correr del tiempo ha deshecho por improcedentes a muchos de ellos.
        En cierta ocasión platicando con algunos amigos se presentó la oportunidad de narrar estos desaguisados. Uno de ellos se reía de un hecho que en su momento fue una afrenta inadmisible.
Una vez participó en esos obligados bailables colegiales que las escuelas primarias realizan en el ámbito de las diversas  festividades cívicas que se celebran a todo lo largo del ciclo escolar, él colaboró con su mejor disposición en un cuadro musical bailando una rumba afroantillana.
        El escenario era el propio para tal danza, palmeras por aquí, un fondo marino atrás, un par de gaviotas surcando un cielo azul cobalto, algunas caracolas en las orillas de un mar de espumosos rizos blancos, en suma, una atmósfera propia para ambientar la música.
        La coreografía llevada con ritmo, cadencia, ánimo y predisposición por unos menores disfrazados de mulatos era inmejorable, dieron lo mejor de sí mismos en la ejecución de los pasos exigidos para tal destreza corporal, apoyados en la cobertura de un vestuario que remitía con exactitud a los nativos de alguna imaginaria aldea afrocaribeña.
        Por la corta edad de los bailarines y esa entrega cadenciosa regalada a los padres, familiares y asistentes a este jolgorio festivo, fueron obsequiados al final con una fuerte ovación que los obligó a repetir la zumba. En otras palabras, fue todo un éxito por los cuatro costados de esos negritos que triunfantes al terminar de complacer a sus admiradores asistentes, alegres y orgullosos se reincorporaron con sus progenitores.
        Esta alegre manifestación artística de mi contertulio, moreno natural, se redujo drásticamente, por el agravio materno recibido antes de la presentación, porque su progenitora insatisfecha con esa coloración propia de su crío no le pareció lo más apegada a un negro caribeño, y solucionó esta diferencia untándole de manera innecesaria más betún en todo su cuerpo que lo hizo parecer más moro que mulato.
        Mueve a risa esa entrega, celo y apego de nuestras matronas hacia sus críos con el sano propósito, a veces mal alcanzado por caer en lo chusco o ridículo, de volverlos un primor, cuando la naturaleza en su infinita sabiduría ya de nacimiento nos ha equipado con toda suerte de monerías y gracias que a todo menor le son innecesarias.
        Algo parecido le sucedió a otro camarada, pero con otra variante, en otro aniversario nacional. Anualmente cada 12 de diciembre se festeja una de las mayores festividades religiosas del país, la legendaria aparición de la virgen de Guadalupe –madre de todos los mexicanos, ecclesia dixit-, a un nativo del altiplano central mexicano, Juan Diego, en el año de 1531, según la tradición de los creyentes.
        Existe una secular costumbre en esa fecha que consiste en vestir a los niños a la vieja usanza étnica: pantalón y blusa de manta clara, calzados con toscos huaraches y en la espalda un pequeño huacal –caja rústica de madera- y un sombrerito de ala ancha. Así ataviados se cubre con el añejo ritual de presentarlos a la virgen morena, como la inmensa mayoría de los mestizos e indios pobres de antaño, para ofrecerle su amor y respeto.
        La fiesta mayor se celebra en la ciudad de México, D. F. en la basílica de Guadalupe, donde se honra el presunto lugar exigido por esta diva celestial a Fray Juan de Zumárraga, primer obispo de la diócesis de esa ciudad, para erigirle un templo para su culto, por medio de su operador terrenal, el actual santo nativo de Cuauhtepec.
        A nuestro pequeño cofrade, descendiente directo de rubio español de ojos azules y madre mexicana, ella tuvo que esconder bajo una gruesa capa de brea su rubicunda pigmentación para mimetizarlo con el resto de sus congéneres, ante su desconcierto y asombro, para postrarlo a los pies de la imagen de la guadalupana en el santuario de su pueblo como lo marca la tradición. Estoy seguro fue un primor de  pardo indígena apócrifo con esa coloración de fanales. Hoy muerto de risa relata el estupor vivido en aquel entonces por no comprender en su momento esa metamorfosis dérmica cromática impropia de él.
        En mi caso particular también tengo lo mío. Sin necesidad de escarbar mucho puedo narrar uno muy reciente. Tengo un amigo que es todo un seductor empedernido. No es un galanazo que le quite a las damas el aliento al verlo pero sí un tipo hábil y afortunado en esos lances.
        Mi poca fortuna en estos terrenos me tiene sumido en el asombro porque sus vivencias en este ramo son contrarias a los mías, y para aprender algo de sus recursos en estas lides, casi le supliqué me explicara con mayor detenimiento los mecanismos de su particular arte de la seducción.
        Un día que me enseñaba las fotografías de sus conquistas guardadas en su teléfono móvil a la usanza actual como prueba irrefutable de su destreza erótica, observé casi un catálogo de féminas de todo pelaje compuesto de jóvenes y adultas de todos colores y sabores.
        El mundo contemporáneo gira alrededor del celular. Casi no hay ninguna actividad humana que no dependa o se realice por este medio tan versátil. Lo comento porque este caso en especial es para los proyectos carnales de este mancebo una herramienta más que indispensable, esto lo supe al preguntarle la técnica que utiliza en estos menesteres, que por cierto es bastante simple pero devastadora y efectivísima.
        Casi no hay ser humano que no esté hambriento de afectos y que a la menor dádiva en ese contexto sea insensible o indiferente. La pericia introductoria que lo apoya con las doncellas en los primeros acercamientos es sencilla pero letal. Después de un saludo cortés y cálido continúa con la alabanza magnificada de sus bondades físicas reales o inexistentes, y ante el bombardeo incesante de este devastador fuego nutrido, no hay defensa alguna que termine indemne o bien parada. El asalto final lo consuma con una despedida más dulce que la miel al desearle a la moza en su maltrecho  retiro ante los recurrentes embates de nuestro caballero, que lleva el eco de un tierno anhelo de que tenga un buen día, dicho con voz meliflua y entornados ojos.
        En este primer encuentro es obligada la solicitud del número telefónico del celular de la dulcinea que casi siempre termina proporcionándoselo. Horas después o muy temprano al día siguiente las ametralla sin piedad alguna por ese medio con unos almibarados mensajes o  archivos cursis, -obvio que no para ellas-, incentivándolas a no claudicar ante las adversidades diarias de la vida, bien con algún anodino texto de algún escritorcillo a punto de ser famoso por sus fruslerías, o alguna burbujeante parábola bíblica de la fe ciega en un Todopoderoso generoso y onmipotente que la salvará de cualquier apremio por muy grande que sea. Resumiendo, las anima a sacarle pecho a la vida en todo, que para ellas, casi siempre agobiadas por algún asunto personal, tales excitaciones son vitaminas más que necesarias en su desánimo ordinario, inyectadas por alguien que las estimula cuando les son indispensables.
        Al segundo o tercer día ante el recurrente interés “desinteresado” de nuestro mancebo, las maritornes conmovidas y claudicantes le proponen ir a alguna cafetería o a un paseíllo por ahí a charlar para conocerse mejor y pasar un buen rato. El resto de estos romances los conocen pocas personas: Dios mismo, los involucrados y yo.
        En plan de broma le pedí que me remitiera esos edulcorados mensajillos exitosos como si yo fuese otra damisela que él pretendiera, para aprender un poco de esa depurada habilidad, y como también tiene el sentido del humor muy desarrollado y sensible, lo hizo. Fue de esta manera como me enteré de esos increíblemente afectados contenidos que tanta mella hacen en los blandos corazones de estas sílfides irredentas.
        Siguiendo la línea de ese juego yo le respondía con toda puntualidad a los suyos en términos ardientes y en ocasiones procaces. Fue uno de esos comunicados recíprocos de los que estábamos disfrutando la chacota a costillas de esas nereidas, el que me metió en dificultades. Le remití uno con una fogosa expresividad elocuente y obscena que haría sonrojar al más primitivo carretonero donde le exigía la urgencia de sus requiebros amorosos.
        Sin darme por enterado lo despaché equivocada y distraídamente a una respetable y circunspecta amiga conocida en mi lejana jumentud –nótese el neologismo empleado-, con la cual guardo desde esa época dorada de mi vida, una añeja amistad enriquecida con el paso del tiempo en el respeto y afecto mutuos.
Cuando descubrí ese craso error involuntario, eso fue una debacle para mí porque esas desafortunadas letras conducían a varios caminos: ella no me conocía ni podía imaginarse la clase de pelafustán que circunstancialmente soy, ya que siempre ha tenido una imagen intachable de mi persona y por añadidura porque no se merece un sicalíptico correo electrónico en esa tesitura, y lo peor, a la pérdida de una añeja amistad.
Más rápido         que pronto me deshice en disculpas enviándole otros más donde lamentaba con toda sinceridad y honestidad mi involuntario mal proceder. Por varios días no obtuve respuesta alguna lo cual me dio mala espina y me llevó a pensar lo que tanto temía, que había perdido para siempre a una amiga de casi toda una vida, algo que me era muy lastimoso admitir y todo por esa estupidez.
Cuando le conté a mi conocido tenorio este hecho, el muy maldito se río a mandíbula batiente. Para mi tranquilidad pasado ese espasmo que tuvo con mi oprobioso caso me dijo que eran gajes del oficio, que él ya había perdido la cuenta de las ocasiones que había experimentado semejantes situaciones y que varias veces, lejos de arruinar o tirar por la borda una labor de convencimiento ya avanzada, aceleraba ese proceso obteniendo de manera más rápida los resultados apetecidos.
Mi caso buscaba senderos diferentes porque yo no estaba cortejando a mi camarada. Desde el inicio de nuestra relación amistosa nunca me lo había propuesto e imaginado, por lo que era hasta innecesario ponerme límites mentales o sentimentales.
Pocos días después recibí su contestación y no mencionaba y aludía para nada esa deshonrosa misiva electrónica, y sí, por el contrario, la invitación de juntarnos un día a comer juntos como en otras ocasiones.
Aún así con un poco de rubor y risa celebro que todo haya quedado en los términos descritos, aunque me queda la duda de que haya planeado este convite para restregarme en la cara personalmente mi asqueroso comportamiento. De las féminas muy cabreadas hay que esperar las reacciones más impensables.