sábado, 16 de enero de 2010

LAS PURGAS (CASI STALINIANAS)

La vivencia que narro les llevará a la brillante conclusión de que no soy una persona joven y que esto sucedió, digámoslo así, hace algunos años.

En esa época estos pueblos sureños de hiperbólica flora y fauna, estaban más profundas que las raíces de un árbol las creencias y costumbres. Ejemplifico: era un imperdonable crimen de lesa humanidad, ver que nosotros los chiquillos, que teníamos como norma de conducta arrasar sin piedad alguna con todo lo comestible al alcance de nuestras golosas manos, inexplicablemente renunciáramos a uno de los más placenteros pecados capitales; y si por añadidura existía una inexplicable paz en la casa, los patios donde jugábamos y en nuestras pícaras faces nos delataba una palidez de lirio desmayado y el palpitar de un ave en agonía, como dijera el poeta Luis G. Urbina, podíamos considerarnos hombres al agua.

Esta extraordinaria emergencia obligaba que se reuniese en esos términos, a un preocupadísimo consejo familiar comandado por los abuelos, -digo, es un decir, casi siempre era la abuela la de la voz cantante-, y su estado mayor integrado por los padres de los menores a los que pronto solo tendríamos como único derecho, la obligación de plegarnos a las resoluciones inapelables, de un juicio sumarísimo, que debía llevarse a efecto a como diese lugar, que era el de ingerir un purgante, a la voz de ¡ya!

El arsenal de desparasitantes acumulado para estos casos, -por llamar de alguna manera a estos brebajes y venenosas mixturas dignas de una malvada bruja-, eran variados en olores, colores y sabores; todos repulsivos a primera vista. Los elegidos –de los que me acuerdo- para recetárnoslos eran la sal de higuera, leche de magnesia, aceite de olivo, de ricino, almendras, etc., que se ingerían solos o combinados con otros más .

Las dosis y la purga a tomar estaban dictadas por las experiencias propias y ajenas. En otras palabras, era evidente la ausencia del dictamen de un facultativo profesional en tales casos, pero supongo no revestía capital importancia este trámite, pues el mismo era suplido por nuestras progenitoras, un poco antes de esta emética ingesta, con una frase propiciatoria –“en el nombre sea de Dios”- que se me asemejaba a un potencial ofrecimiento de un sacrificio humano dedicado a un insaciable dios ignoto, cuya dieta se reducía en deglutir infantes parasitados.

Uno de los primeros pasos a seguir en este desconsiderado ritual paternal, era el de atraparnos, pues nuestro aguzado instinto de conservación cimentado en experiencias pasadas, ya intuía la cercanía de malos tiempos.

Si la casa familiar disponía de un abrigador patio de considerables dimensiones e incluido en el mismo, trebejos viejos amontonados en un rincón o una maleza cómplice, nos servían de barricadas que nos permitían vender cara nuestra derrota.

Supongo que algo parecido a lo nuestro hacían los negros del Senegal quienes eran perseguidos y capturados para ser vendidos como esclavos en las colonias americanas por los esclavistas británicos, lusitanos y holandeses: correr para salvar la vida.

Nuestra eventual rendición, captura o capitulación se realizaba por diferentes causas: primero por el ofrecimiento circunstancial de poseer algún premio en especie o efectivo concluido este suplicio; segundo, si la anterior negociación no surtía efecto alguno, se pasaba de las amenazas más increíbles, donde el infierno sería un paraíso celestial comparado con lo que ya nos habíamos ganado a pulso, que serían cumplidas en el momento exacto en que nos atrapasen. La última escaramuza que ponía fin a la cacería infantil, era la asimétrica lucha sostenida entre un párvulo rebelde y un desproporcionado pelotón familiar especialmente entrenado en mini guerrillas familiares en Fort Bragg o Panamá por los ranger y la CIA norteamericana.

La segunda parte del viacrucis consistía en tratar de lavarnos el cerebro –hoy se le llama a esto labor de convencimiento- de que este primitivo remedio nos causaría un bien, que lo hacían con mucha pena y dolor…

Sin saberlo plantear en nuestras súplicas en una última fallida negociación, no podíamos cuestionar, no el mensaje, sino el medio, que invariablemente paralelo a lo ya descrito, se añadía que alguno de los padres ya nos esperaban sentados; nos instalaban en sus muslos fuertemente apretados contra nuestros pequeños cuerpos –medida coercitiva si nuestra talla no rebasaba el metro veinte centímetros-, con sus brazos inutilizaban los nuestros, acercaban la cicuta a nuestros labios fuertemente sellados, y como última medida para meternos infaliblemente esa horripilante pócima, nos apretaban las fosas nasales, para que la falta de oxígeno nos obligara a tener la boca semi abierta. Si este pequeño espacio era insuficiente o impenetrable, éste era agrandado metiendo un índice en la comisura bucal.

Si la medida aplicada cumplía su cometido parcialmente o el vomitivo era expulsado, de nuevo entraban los finos métodos de persuasión que consistían en regresar a los pasos ya caminados, o bien, hacernos entrar en razón con una dosis extra de pellizcos en las orejas, algún bofetón convincente por sí mismo o jalarnos de los pelos de la cabeza hasta que desapareciese el intolerable contenido del vaso.

Pasados los tragos amargos, sudorosos y jadeantes todos los participantes en esta contienda familiar, se celebraba un armisticio y nos internábamos en los terrenos del limbo purgatorio que consistía en un día casi completo de ayuno. Muy entrada la tarde nos acercaban un atole de masa de maíz y algún bolillo tostado, preferentemente casi carbonizado, porque existía la creencia de que las cenizas “asentaban todo el aparato digestivo”.

A partir del segundo día de este martirologio, la dieta era incrementada de forma gradual en cantidad y solidez hasta regularizar la ingesta ordinaria. Generalmente era caldo de pollo.

A estas alturas del partido ya todos habíamos hecho tabla rasa de los sinsabores vividos. Los papás satisfechos de estar atentos a la calidad de vida de sus críos, y nosotros, los sobrevivientes, de haber resistido heroicamente los embates de los persuasivos métodos de la Santa Inquisición familiar para la salvación de nuestro valioso aparato digestivo.

Hoy, desterrar a los malévolos parásitos es menos agresivo y más elegante. Sólo se requiere tragar unas cuantas tabletas, líquidos de agradables sabores, cero dietas de náufrago en alta mar; la violencia ha buscado nuevas parcelas, y como refuerzo extraordinario, existe la figura jurídica de Los Derechos Humanos y la Ley de Protección a los Niños por si algún pater familia despistado quiere recurrir al viejo expediente de los procedimiento a la antigüita.

Aún así todavía escuchamos el viejo resabio que siempre dicen: “todo tiempo pasado fue mejor…”