He visto caer la noche. Se
fue de bruces y corrí a levantarla, después seguí mi camino.
sábado, 14 de julio de 2012
YO, TROGLODITA
Me
declaro como un cavernario en eso de las exquisiteces aunque tengo mis dudas
con relación a ellas. En particular con la gastronomía. No estoy del todo
convencido pero de un tiempo para acá he notado la valoración de muchas cosas –como
el vino y la comida entre otras-, que antes pasaban frente al portal de nuestra
existencia como Pedro por su casa, pero ahora los niveles del refinamiento han
alcanzado alturas insospechadas.
Ya
no tenemos en mente la humilde cocina con calderos humeantes calentados con
leña aromática, o una colección de sartenes negras colgadas en la pared,
veteranas de muchas batallas contra carnes, legumbres, jamones, embutidos,
etc., donde una matrona con el obligado y manchado delantal, pañuelo en la cabeza,
tenía su vaporoso feudo.
Ahora
las cocinas son centros asépticos muy iluminadas, equipadas con una
parafernalia de acero y electrodomésticos inimaginables donde un team humano
impecablemente albo y disciplinado, despliega sus virtudes en la preparación
culinaria de platillos en una gastronomía muy estetizada pero ausente de sabor,
mas no de la marca y prestigio de los grandes cocineros, ahora llamados
rimbombantemente cheff.
Aunque
con limitaciones no crecí de manera silvestre o pedestre. No, definitivamente
no. He tenido la oportunidad en su momento de invadir espacios por mí pocas
veces transitados que algunos disfruté y otros no. Antes de adentrarme por esos
rumbos fui ideologizado, sobre todo por el cine norteamericano, sobre la
ingesta de buenas viandas y disfrute a la dolce vita a la que sólo conocía a
través de esas imágenes.
Una
buena cena o el yantar ideal debía considerar –incluida una guapísima moza
rubia como parte de este rito-, una escenografía ad hoc. Luces tenues, flores
por donde la vista se resbalara, velas en la mesa, champaña súper espumosa que
requería de los conocimientos enciclopédicos de un sommelier y el auxilio de un
camarero ceremonioso que ofreciera la mágica botella fina, cuidadosamente
envuelta en un mantelillo albo para su cata al que iba a pagar la cuenta.
En otro plano cerrado se veía cómo aprobaba casi
en éxtasis la acertadísima elección con los ojos en blanco, la gran prosapia del
bebestible que tenía frente a su olfato, el espumoso y burbujeante contenido que
se escanciaba en un par de delicadas copas más transparentes que un alma de
anacoreta.
La
dama acompañante seducida por las lejanas notas de un piano ambiental, alzaba
la copa con los ojos entornados como cordero a medio morir, para brindar tal
vez por el amor, por la billetera del mancebo, por los placeres de la vida o
por las tres cosas.
El
resto de esta deliciosa y festejable velada transcurría en la degustación de los
platos más deliciosos creados por la febril actividad y dictado de un marmitón
de altos vuelos: patas de pescado a la Luxemburgo con salsa de leche de hormiga
embarazada del Ártico, ombligo de canario zulú serenado, caldo de lágrimas de
ternera enamorada con fideos, y de postre, placenta de ballena madrileña con
leche de cabra tibetana en dulce. Todo como lo marcan los cánones del
sibaritismo contemporáneo y los gurúes que han tomado por asalto la cocina, ah,
y por supuesto, en minúsculos platos asimétricos con el coste de los mismos.
Tuve
la oportunidad de apreciar la famosísima langosta, el no menos conocido caviar,
y el afamadísimo champagne y lo admito, fue en una fiesta de alto postín a la
que fui invitado por un gran amigo mío de buen nivel socio económico. Como esas
pulgas nunca habían brincado en mi colchón, no le supe rendir los honores y
ritos correspondientes a tan delicadas vituallas. Me avergüenza decir –pero es
cierto- que no miré el vino a través de la copa, mucho menos acerqué arrobado
la nariz, ni pensar que vi su contenido a contraluz, y el colmo, no lo deje
desgranarse en su lentitud hacia el fondo, y lo imperdonable, cuando le di el
primer sorbo, no permití que tomara plaza en mi paladar. Tal vez por esas
razones nunca más me pidieron asistir a sus saraos.
La
langosta se me hace una gamba para cegatones y a estos los he comido al ajillo
y en pinchos, igual de sabrosos y más baratos que ese crustáceo afamado.
El
caviar, esa hueva del pez esturión, tiene el mismo sabor que la de un pescado seco
americano del istmo de Tehuantepec menos conocido: la lisa, pero muchísimo más económico.
Prefiero
la sidra rosa, me deja más satisfecho que el más caro y fino champagne y el
exceso de ambas producen la misma resaca, y sólo porque sabemos que es un
martirio pots-pedal, hasta nos dejaríamos practicar una cirugía de urgencia en
nuestros castigados cuerpos. Las burbujas se las regalo a los cultistas de esta
bebida.
Como
es evidente no soy fácil de deslumbrar, seguir modas, falsas poses o
imitaciones sociales. Busco consentir al paladar, no la insipidez.
La
realidad es que me sentía un outsider en esas reuniones en las que hay más apariencia
que otra cosa, ánimo de deslumbrar, aparecer en esas revistillas especializadas
en cotilleos donde se hace un riguroso y detallado inventario de lo que viste la
gente para ser fashion; la escenografía, las raciones servidas, la presencia de
notables y las damas casaderas o a unos milímetros del divorcio, en suma, el
deslumbrón en todo su apogeo.
Quiero
evitar que me suceda lo que a un amigo de mi difunto padre, sedicente conocedor
de las bebidas espirituosas. En cierta ocasión llegó por sorpresa casi al final de una reunión improvisada en
la casa de un pariente. Las botellas
estaban en pleno proceso de extinción y previsor el hombre, vertió en
una refinada botella vacía de un prestigioso whisky que había caído en el
cumplimiento del beber, otro licor de baja calidad, por si se presentaba un
inesperado para tener que ofrecerle algo. La hospitalidad ante todo.
Se
le invitó un trago después de mostrarle orgullosamente la calidad de lo
ofrecido cortésmente, a lo cual muy entusiasmado aceptó dejando ver una sonrisa
beatífica al mismo tiempo que marcaba las bondades de ese líquido próximo a
darle alojamiento entre pecho y espalda. Su sapiencia y conocimiento de esas
beberecuas salieron a relucir cuando gustoso y excitado no se hizo del rogar
con la segunda, tercera invitación a otro trago y otros más, hasta vaciar el
frasco de este elíxir apócrifo.
Tengo
paladar de chivo, mis papilas gustativas han tenido un horizonte muy estrecho y
espartano en eso del comer o beber. Tal vez por eso pienso que hay más
ceremonia, exageración y mito con relación a los grandes catadores. Veía en un
programa de televisión cómo un conocedor de quesos, creo que asturianos, hablaba
maravillas de ese derivado lácteo.
Mencionaba
que las ternascas ordeñadas para la fabricación de estas delicias se alimentaban
de pastos especiales en campos virginales, silvestres, ecológicos, aromatizados
por florecillas silvestres… Que todo eso se olía y paladeaba al probarlos, los
quesos, no los campos, dejemos las cosas en claro.
No
creo llegar a tanto si le hincara el diente al caer alguno en mis manos. Tal
vez lo deglutiría con la misma fruición de un pavo. Un pan con aceite de oliva
y tomate restregado en su superficie me deja más que satisfecho, y de beber,
agua, leche o una coca cola muy fría. Pienso como Don Miguel de Cervantes
Saavedra con relación a la alta cocina: que la más exquisita salsa del mundo es
el hambre. De no ser cierto, lo demás es pura afectación.
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