viernes, 14 de octubre de 2011

Amadísima Jolina

Si fuese escritor esta sería la hora correcta para escribir: justo al atardecer, cuando muere el día en un sepelio de luces y colores muy especiales acompañándolo hacia su última morada que es la noche.
Bien puede pensarse de ella como la viuda oscura del día que levanta su duelo eterno de clarines de gallos en la madrugada, cuando emprende su fuga eterna para regresar nuevamente a su duelo al poco tiempo.
En mi caso asocio el atardecer con la melancolía. Hago un símil con la vejez, como algo semejante a nuestra decrepitud lenta e inexorable hasta que sólo se vuelve un punto negro, gigantesco, como una enorme oquedad oscura sin fondo que ignoramos dónde termina o hasta dónde nos puede llevar.
La interpretación es asunto de ánimo. Tal vez otros lo vean impacientes, esperando un nuevo día pleno de sorpresas ignotas deseadas. En otras palabras, es un caso subjetivo, no tanto del atardecer en sí. Él es algo ajeno a nosotros, puede existir sin uno y siempre sería esa especie de ciclo inmortal de renovarse siempre sólo cambiante en su forma, vestido de diferentes maneras en su cromática infinita y renuente al hastío cotidiano. ¿No será un bostezo divino de una deidad aburrida que cierra su puerta para irse a dormir?
La vida está llena de misterios y este es uno de ellos. Diremos miles de cosas pero tal vez ninguna se acerque un poco a la verdad.
Si volteamos la vista un poco, hacia nosotros mismos no cambia mucho. Ignoramos casi todo, más aún, como que nos da un poco de escozor reconocernos en nuestra finitud, primer descubrimiento doloroso y más cuando la imagen que tenemos de nosotros mismos no es idéntica a la que verdaderamente somos. Nos da miedo avanzar, lo digo por mí.
Creo que la vida nos dio el sueño como consuelo para paliar un poco todas nuestras imperfecciones, nivelar y neutralizar nuestras angustias para que nos aborde el optimismo saltimbanqui.
Jolina, eso es lo que me queda de todo lo que hablamos, del breve tiempo cuando lo hacemos, una empecinada y rebelde necesidad de ver tu linda cara de nuevo, a cada instante y por toda una eternidad que se alimenta de tus ausencias cotidianas.
Te debo mil miradas y un espacio más grande en mi corazón que no está a la altura de sus propios latidos. Algún día pagaré esta deuda infinita, y si no lo hago, mejor, me lo reprocharás todos los días y no podré dejar nunca de verte, siempre esclavo de tu sonrisa.