lunes, 5 de enero de 2015

TRIBULACIONES

        No es asunto menor el llegar a ser viejo, de la tercera edad, adulto mayor o cualquier otro eufemismo que se quiera utilizar para suavizar el nombre de esta inevitable etapa biológica transitoria. Mucha agua ha corrido debajo del puente para llegar a ser senecto y por ende se podrían contar cientos o miles de historias de todos calibres: de alegrías, bochornosas, de algunos sinsabores, muchas satisfacciones, frustraciones, insignificancias, cosas grandiosas, y por supuesto, también vergonzosas que en su momento nos hicieron sentir menos que criminales, aunque desvanecidas por la pátina del tiempo estas y otras más, ya no podemos verlas o apreciarlas de esa manera.
        En esos tiempos esas angustias rebotaban en nuestra mente sin darnos tregua, algo que tenía que ser ahogado en lo más profundo de nuestro ser, proscritas de la existencia misma. ¿Quién en esta vida no tiene escondido en algún cajón remoto del recuerdo un hecho así que nos causó rubor por nuestros prejuicios o valores? Por lo menos yo sí, ya lo puedo decir sin sonrojo alguno porque a mi edad la vida me permite tomarme muchas licencias, a grado tal que ya casi nada me escandaliza, el largo correr del tiempo ha deshecho por improcedentes a muchos de ellos.
        En cierta ocasión platicando con algunos amigos se presentó la oportunidad de narrar estos desaguisados. Uno de ellos se reía de un hecho que en su momento fue una afrenta inadmisible.
Una vez participó en esos obligados bailables colegiales que las escuelas primarias realizan en el ámbito de las diversas  festividades cívicas que se celebran a todo lo largo del ciclo escolar, él colaboró con su mejor disposición en un cuadro musical bailando una rumba afroantillana.
        El escenario era el propio para tal danza, palmeras por aquí, un fondo marino atrás, un par de gaviotas surcando un cielo azul cobalto, algunas caracolas en las orillas de un mar de espumosos rizos blancos, en suma, una atmósfera propia para ambientar la música.
        La coreografía llevada con ritmo, cadencia, ánimo y predisposición por unos menores disfrazados de mulatos era inmejorable, dieron lo mejor de sí mismos en la ejecución de los pasos exigidos para tal destreza corporal, apoyados en la cobertura de un vestuario que remitía con exactitud a los nativos de alguna imaginaria aldea afrocaribeña.
        Por la corta edad de los bailarines y esa entrega cadenciosa regalada a los padres, familiares y asistentes a este jolgorio festivo, fueron obsequiados al final con una fuerte ovación que los obligó a repetir la zumba. En otras palabras, fue todo un éxito por los cuatro costados de esos negritos que triunfantes al terminar de complacer a sus admiradores asistentes, alegres y orgullosos se reincorporaron con sus progenitores.
        Esta alegre manifestación artística de mi contertulio, moreno natural, se redujo drásticamente, por el agravio materno recibido antes de la presentación, porque su progenitora insatisfecha con esa coloración propia de su crío no le pareció lo más apegada a un negro caribeño, y solucionó esta diferencia untándole de manera innecesaria más betún en todo su cuerpo que lo hizo parecer más moro que mulato.
        Mueve a risa esa entrega, celo y apego de nuestras matronas hacia sus críos con el sano propósito, a veces mal alcanzado por caer en lo chusco o ridículo, de volverlos un primor, cuando la naturaleza en su infinita sabiduría ya de nacimiento nos ha equipado con toda suerte de monerías y gracias que a todo menor le son innecesarias.
        Algo parecido le sucedió a otro camarada, pero con otra variante, en otro aniversario nacional. Anualmente cada 12 de diciembre se festeja una de las mayores festividades religiosas del país, la legendaria aparición de la virgen de Guadalupe –madre de todos los mexicanos, ecclesia dixit-, a un nativo del altiplano central mexicano, Juan Diego, en el año de 1531, según la tradición de los creyentes.
        Existe una secular costumbre en esa fecha que consiste en vestir a los niños a la vieja usanza étnica: pantalón y blusa de manta clara, calzados con toscos huaraches y en la espalda un pequeño huacal –caja rústica de madera- y un sombrerito de ala ancha. Así ataviados se cubre con el añejo ritual de presentarlos a la virgen morena, como la inmensa mayoría de los mestizos e indios pobres de antaño, para ofrecerle su amor y respeto.
        La fiesta mayor se celebra en la ciudad de México, D. F. en la basílica de Guadalupe, donde se honra el presunto lugar exigido por esta diva celestial a Fray Juan de Zumárraga, primer obispo de la diócesis de esa ciudad, para erigirle un templo para su culto, por medio de su operador terrenal, el actual santo nativo de Cuauhtepec.
        A nuestro pequeño cofrade, descendiente directo de rubio español de ojos azules y madre mexicana, ella tuvo que esconder bajo una gruesa capa de brea su rubicunda pigmentación para mimetizarlo con el resto de sus congéneres, ante su desconcierto y asombro, para postrarlo a los pies de la imagen de la guadalupana en el santuario de su pueblo como lo marca la tradición. Estoy seguro fue un primor de  pardo indígena apócrifo con esa coloración de fanales. Hoy muerto de risa relata el estupor vivido en aquel entonces por no comprender en su momento esa metamorfosis dérmica cromática impropia de él.
        En mi caso particular también tengo lo mío. Sin necesidad de escarbar mucho puedo narrar uno muy reciente. Tengo un amigo que es todo un seductor empedernido. No es un galanazo que le quite a las damas el aliento al verlo pero sí un tipo hábil y afortunado en esos lances.
        Mi poca fortuna en estos terrenos me tiene sumido en el asombro porque sus vivencias en este ramo son contrarias a los mías, y para aprender algo de sus recursos en estas lides, casi le supliqué me explicara con mayor detenimiento los mecanismos de su particular arte de la seducción.
        Un día que me enseñaba las fotografías de sus conquistas guardadas en su teléfono móvil a la usanza actual como prueba irrefutable de su destreza erótica, observé casi un catálogo de féminas de todo pelaje compuesto de jóvenes y adultas de todos colores y sabores.
        El mundo contemporáneo gira alrededor del celular. Casi no hay ninguna actividad humana que no dependa o se realice por este medio tan versátil. Lo comento porque este caso en especial es para los proyectos carnales de este mancebo una herramienta más que indispensable, esto lo supe al preguntarle la técnica que utiliza en estos menesteres, que por cierto es bastante simple pero devastadora y efectivísima.
        Casi no hay ser humano que no esté hambriento de afectos y que a la menor dádiva en ese contexto sea insensible o indiferente. La pericia introductoria que lo apoya con las doncellas en los primeros acercamientos es sencilla pero letal. Después de un saludo cortés y cálido continúa con la alabanza magnificada de sus bondades físicas reales o inexistentes, y ante el bombardeo incesante de este devastador fuego nutrido, no hay defensa alguna que termine indemne o bien parada. El asalto final lo consuma con una despedida más dulce que la miel al desearle a la moza en su maltrecho  retiro ante los recurrentes embates de nuestro caballero, que lleva el eco de un tierno anhelo de que tenga un buen día, dicho con voz meliflua y entornados ojos.
        En este primer encuentro es obligada la solicitud del número telefónico del celular de la dulcinea que casi siempre termina proporcionándoselo. Horas después o muy temprano al día siguiente las ametralla sin piedad alguna por ese medio con unos almibarados mensajes o  archivos cursis, -obvio que no para ellas-, incentivándolas a no claudicar ante las adversidades diarias de la vida, bien con algún anodino texto de algún escritorcillo a punto de ser famoso por sus fruslerías, o alguna burbujeante parábola bíblica de la fe ciega en un Todopoderoso generoso y onmipotente que la salvará de cualquier apremio por muy grande que sea. Resumiendo, las anima a sacarle pecho a la vida en todo, que para ellas, casi siempre agobiadas por algún asunto personal, tales excitaciones son vitaminas más que necesarias en su desánimo ordinario, inyectadas por alguien que las estimula cuando les son indispensables.
        Al segundo o tercer día ante el recurrente interés “desinteresado” de nuestro mancebo, las maritornes conmovidas y claudicantes le proponen ir a alguna cafetería o a un paseíllo por ahí a charlar para conocerse mejor y pasar un buen rato. El resto de estos romances los conocen pocas personas: Dios mismo, los involucrados y yo.
        En plan de broma le pedí que me remitiera esos edulcorados mensajillos exitosos como si yo fuese otra damisela que él pretendiera, para aprender un poco de esa depurada habilidad, y como también tiene el sentido del humor muy desarrollado y sensible, lo hizo. Fue de esta manera como me enteré de esos increíblemente afectados contenidos que tanta mella hacen en los blandos corazones de estas sílfides irredentas.
        Siguiendo la línea de ese juego yo le respondía con toda puntualidad a los suyos en términos ardientes y en ocasiones procaces. Fue uno de esos comunicados recíprocos de los que estábamos disfrutando la chacota a costillas de esas nereidas, el que me metió en dificultades. Le remití uno con una fogosa expresividad elocuente y obscena que haría sonrojar al más primitivo carretonero donde le exigía la urgencia de sus requiebros amorosos.
        Sin darme por enterado lo despaché equivocada y distraídamente a una respetable y circunspecta amiga conocida en mi lejana jumentud –nótese el neologismo empleado-, con la cual guardo desde esa época dorada de mi vida, una añeja amistad enriquecida con el paso del tiempo en el respeto y afecto mutuos.
Cuando descubrí ese craso error involuntario, eso fue una debacle para mí porque esas desafortunadas letras conducían a varios caminos: ella no me conocía ni podía imaginarse la clase de pelafustán que circunstancialmente soy, ya que siempre ha tenido una imagen intachable de mi persona y por añadidura porque no se merece un sicalíptico correo electrónico en esa tesitura, y lo peor, a la pérdida de una añeja amistad.
Más rápido         que pronto me deshice en disculpas enviándole otros más donde lamentaba con toda sinceridad y honestidad mi involuntario mal proceder. Por varios días no obtuve respuesta alguna lo cual me dio mala espina y me llevó a pensar lo que tanto temía, que había perdido para siempre a una amiga de casi toda una vida, algo que me era muy lastimoso admitir y todo por esa estupidez.
Cuando le conté a mi conocido tenorio este hecho, el muy maldito se río a mandíbula batiente. Para mi tranquilidad pasado ese espasmo que tuvo con mi oprobioso caso me dijo que eran gajes del oficio, que él ya había perdido la cuenta de las ocasiones que había experimentado semejantes situaciones y que varias veces, lejos de arruinar o tirar por la borda una labor de convencimiento ya avanzada, aceleraba ese proceso obteniendo de manera más rápida los resultados apetecidos.
Mi caso buscaba senderos diferentes porque yo no estaba cortejando a mi camarada. Desde el inicio de nuestra relación amistosa nunca me lo había propuesto e imaginado, por lo que era hasta innecesario ponerme límites mentales o sentimentales.
Pocos días después recibí su contestación y no mencionaba y aludía para nada esa deshonrosa misiva electrónica, y sí, por el contrario, la invitación de juntarnos un día a comer juntos como en otras ocasiones.
Aún así con un poco de rubor y risa celebro que todo haya quedado en los términos descritos, aunque me queda la duda de que haya planeado este convite para restregarme en la cara personalmente mi asqueroso comportamiento. De las féminas muy cabreadas hay que esperar las reacciones más impensables.
       



sábado, 23 de agosto de 2014

EL ALMIRANTE


        Cursé mi educación primaria en una escuela confesional. En su tiempo era muy prestigiada y mayoritariamente asistían los descendientes varones de la clase burguesa local y algunos foráneos. No me explico cómo ingresé a una institución educativa de esa magnitud porque no pertenecía a esos grupos sociales acomodados.
        La infraestructura en sí no tenía nada extraordinario pero era innegable que en ese renglón fue  la mejor de todas ellas. Conserva en la actualidad sus tres o cuatro niveles -no lo recuerdo con exactitud-, donde estaban las salas de clase, una capilla, dormitorio para los estudiantes internos, comedor, oficinas, etc.; un patio central relativamente grande como área lúdica y parte de él para las actividades cívicas.
Los lunes se hacían los honores a la bandera, algún discursillo o poema relacionado con ella o nuestro país y al final se cubría esta obligada ceremonia con el canto de nuestro himno nacional. Este culto cívico en todas las planteles a nivel nacional ha permitido tener un país pluricultural, multiétnico, polilingüístico y contrastante en costumbres y geografía gracias a una exitosa política educativa identitaria, nacionalista y gregaria que hoy nos da una unicidad inquebrantable.
        En ese lapso de tiempo que consumía alrededor de media hora, yo disfrutaba al máximo esos instantes que me alejaban por un momento fugaz del odiado salón de clases o para gastarle alguna broma a los aburridos condiscípulos cercanos a mi entorno. Terminado ese rito de manera ordenada nos retirábamos frustrados a nuestras aulas a beber como pócima –al menos para mí-, los aburridos contenidos de diversas asignaturas.
        Ya instalados en el aula antes de iniciar actividades, al salir y regresar del recreo y al final de clases, rezábamos con fingido fervor, yo en lo personal, los forzados padres nuestros y aves María que nos marcaban los sacerdotes educadores. Los viernes primeros de cada mes se oraba un rosario completo, igual sucedía en ciertas efemérides religiosas y con la asistencia a misa los domingos nos acreditaban un buen número de indulgencias –que duplicaban su cuantía cuando nos visitaba el obispo-, que iban directas a nuestro expediente de buenos cristianos.
        Creo que llegué a acumular una cantidad tan grande de esas prerrogativas celestiales en todos esos años que estudié ahí, que hasta la actualidad soy muy descuidado e irresponsable en mi vida privada porque estoy seguro de tener esa cobertura con excedentes para cubrir, y poseer todavía la solvencia necesaria que se requiera, las faltas que me quieran adjudicar. Más aún, aunque fuese el ser más despreciable de este sufrido planeta, tengo ya ganado el cielo. Esa es una gran ventaja en hacer ese tipo de inversiones a futuro.
        De esa época recuerdo con mucho cariño los uniformes escolares que usábamos, eran tres: el del diario, de semigala y el de gala. El primero consistía en un pantalón café caqui de gabardina, camisa azul con bordes blancos en la manga corta y en la orilla superior de la bolsa y zapatos cafés bien lustrados.
        El segundo atuendo era totalmente albo: zapatos, pantalones, camisa y corbata azul contrastante con semejante blancura. Lo utilizaba para las ceremonias cívicas de ese primer día de la semana. Viene a mi mente una ocasión en especial.
Me tocó recitar un poema a nuestra enseña tricolor y que por perezoso todavía unos minutos antes de pasar a declamarlo, no lo había memorizado y en el último instante me lo grabé en la superficie dura de mi cerebro. Hecho un manojo de nervios subí al lugar donde tenía que decirlo, sentí como una losa en mi desgarbada postura todas las miradas de la escuela que me impidieron que saliera huyendo de tan solemne rito, y con todo el ardor nacional que me permitía ese estado emocional, de mi boca salieron unos versos sordos con voz de pito agudo inaudibles, pero cubrí lleno de gloria el compromiso cívico.
Mi gestualización declamatoria merece mención especial, los patrióticos movimientos rápidos de sendas manos iban del centro de mi pecho hacia los lados y viceversa de forma mecánica y reiterativa. Supongo que mi marcial figura y el discurso emitido fueron motivo de encendidas discusiones y debates por semanas y meses, sobre cómo plantarse con corrección, bizarría, presencia y dominio del escenario en el foro a externar esos amores primarios a la patria.
La última vestimenta, la de las grandes ocasiones especiales consistía en otro nevado ropaje, que era el mismo de media gala pero al que le agregábamos un chaquetín níveo, corto hasta la cintura con botonadura dorada y hombreras azules. Este era utilizado en los desfiles patrios, ceremonias exclusivas que lo requirieran y en las fiestas de fin de cursos donde se entregaban diplomas a los más capacitados de cada grado escolar. En muy excepcionales casos subí al estrado a recibir esos reconocimientos y es innecesario decir que fui segundón o tercero en algunas asignaturas, más nunca por promedio.
De todos estos atuendos mi favorito era este último. Ya desde días anteriores a su uso para alguna fecha importante mis emociones e imaginación iban más delante de los acontecimientos. Estaba al tanto de que estuviese preparado, bien planchado y colgado en un gancho, impecable, hecho un sol esplendente.
Mis zapatos con todo y cordones inmaculados, permanecían atentos a partir plaza por las principales calles de la ciudad que era donde se llevaba a efecto la parada escolar nuestra.
Ese día me levantaba más temprano que de ordinario con el ánimo y el orgullo de marchar. Era la única ocasión que no tenían que estarme apremiando para abandonar la cama, ducharme y salir a la carrera rumbo a la escuela. Ya con el uniforme a cuestas y desayunado mi madre me despedía ufana con un beso al ver mi gallardo porte militar, me proveía de medios económicos con la insólita suma de ¡cinco pesos! cuando mi estipendio diario era de cincuenta centavos, para cubrir cualquier antojo o eventualidad.
Doblemente feliz, por usar mi uniforme favorito y la gruesa suma de dinero en el bolsillo, salía a conquistar el mundo. Yo era otro al caminar las calles que me llevarían al colegio porque creía que los transeúntes con los que encontraba en el camino observarían mi plante varonil y decidido. Más aún, tenía la seguridad de que tras las cortinas de las ventanas estaría gente viéndome a discreción admirando mi valerosa y erguida figura.
Desde el barandal del primer nivel donde estaba mi salón de clases, veía como si fuese un almirante de un portaviones en la torre de control, firme, atento y vigilante, cómo la tropa a mi mando en el patio del colegio se preparaba para desfilar, parecía un minúsculo lago lleno de garzas blancas revoloteando buscando dónde aterrizar y despegar, acomodarse en esa barahúnda anárquica donde todo mundo realizaba actividades dispares: unos ayudando a otros a formar el nudo de la corbata, algunos ensayando redobles en los tambores de la banda de guerra, por ahí se escuchaban sonidos de trompetas desafinadas a todo tren, la escolta de la bandera practicando algunos pasos marciales para lucirlos en las arterias principales de la ciudad; instructores de todo pelaje tratando de organizar la turbamulta de adolescentes para salir del instituto en fila de dos para volvernos a reagrupar de forma definitiva en la vía pública, y marchar a incorporarnos a los lugares asignados a sendas academias donde partirían las diversas columnas de participantes en esta efeméride nacional.
En un momento dado el plantel escolar delante de nosotros avanzó al ritmo de su descompasada banda de guerra, que junto con las otras a la vanguardia y la retaguardia que participaban al igual que la nuestra, llenaron de sonidos opacos las rúas por donde se desplazaban, rebotando en las casas y edificios colaterales a ellos.
Las filas de  los contingentes de tan entusiasta tropa más atentos a la observación de los padres de familia agrupados en las aceras aplaudiendo a sus críos, nos hacía olvidarnos del deber de guardar distancias entre nosotros que por momentos más nos asemejábamos a una compacta marcha obrera, pero sin pancartas, mantas y gritos, que alumnos participando en una parada cívica.
Según mis cuentas, dentro de todo este desorden estudiantil yo era el único que desfilaba con garbo, gallardía, salero, galanura y prestancia que exigía la indumentaria que portaba. El uniforme hablaba de y por mí, de mi dignidad de ser un marino de alto rango que aunque no poseía un quepí, una espada ni galones, la autoridad la obtenía de una sobrada liquidez ética presta a defender a la patria, tal como nos señalaba nuestro glorioso himno nacional mexicano en una de sus estrofas y versos: “Piensa oh Patria querida que el cielo, un soldado en cada hijo te dio”.             
Para no perder mi compostura y presencia con el rabillo del ojo tomaba nota de cómo un compañero de mi grupo ya iba con la camisa de fuera, otro con la corbata desanudada y mal colocada, uno más de otra aula iba bañado en sudor en contraste con mi frescura y solemnidad. Ese era nuestro ejército en ciernes.
Cercanos a la deshidratación concluía nuestra marcha, no era necesario que nos dijesen “rompan filas” para salir como estampida de búfalos a diferentes destinos, a nuestras casas, a las refresquerías, a buscar novia quien las tuviese, a largarse por ahí de vagos.
¿Y yo? Sólo tenía nueve años y cinco pesos en los bolsillos para gastar sin saber en qué invertirlos.



martes, 19 de agosto de 2014

EL MIEDO

De todo lo que vamos a perder en la vida, que lo primero sea el miedo.

sábado, 3 de mayo de 2014

Un amigo de la infancia

           La vieja casa de mis padres está ubicada en lo alto de uno de los muchos cerros donde está asentada y desde ahí hasta donde lo permiten otras construcciones y el follaje de los árboles, veo parcialmente el río a lo lejos y los humedales alimentados por él. Cuando salgo al centro de la ciudad es para hacerme visible socialmente y regalarme el encuentro fallido con alguna de las amistades de antaño.
                  Fue en el último viaje a mi pueblo lo que me dio una perspectiva diferente de las cosas. Entendí y comprendí que mi juventud  me había abandonado hacía mucho tiempo. Por primera vez en mi vida descubro que la villa es una piel de lagarto caliente, me lo confirmó mi edad al caminar por el lomerío de sus calles al recorrer aquellos lugares conocidos donde dejé buena parte de mi existencia y ahora les heredo mis pocas fuerzas restantes.  
Sin proponérmelo hice un recorrido nostálgico en ese municipio que conocí y que por las malas administraciones públicas sigue igual, decrépito, sucio y abandonado. Fue muy frustrante ver casi todo igual o mejor dicho peor. Anteriormente no existían en pleno centro de este emporio todos esos puestos de vendimia de miles cosas obstruyendo en su totalidad las aceras.  Mi frustración y mis pasos permitieron un cambio de escenario para hacer un inventario de la vieja localidad todavía muy  reconocible por las eternas edificaciones más deterioradas, horribles y desiertas. Pocas cosas nuevas alegran el paisaje, al menos por esos rumbos, como lo son algunos novedosos establecimientos comerciales situados en las plantas bajas de esos andrajosos edificios.
            Todo es nostalgia en este mismo y diferente lugar de clima asfixiante que se diluye con el buen humor de su gente dicharachera,  donde transcurrió una parte de mi infancia y adolescencia, antes de irme a estudiar y vivir la mayor parte de mi vida a México. Fueron años de ires y venires en vacaciones, y en el que en uno de ellos se generó aquel encuentro desafortunado con un viejo amigo de mi niñez.
            Él era el hijo menor del riquillo de la cuadra. Se le consideraba así porque su padre tenía un trabajo bien  remunerado y además una gran finca con ganado en otra ciudad. Muchos años después me enteré que fue obtenida de sucia manera al igual que la buena casa que habitaban aledaña a la nuestra, lo que les permitió vivir con mejor calidad de vida que la del resto de sus vecinos.
            Buena parte de mi vida infantil transcurrió en juegos con su compañía porque éramos contemporáneos en edad y además vivíamos pegados a su propiedadFueron ellos los primeros en tener un aparato de televisión en la ciudad y eventualmente la veía en compañía de su familia que era atenta y amable conmigo en esas visitas.
            Ya un poco más grandes nuestros respectivos padres nos permitían ir juntos al cine a ver películas del Llanero Solitario, Tarzan y otras propias para nuestras mentes infantiles que nos daban material para seguir hablando de nuestros héroes imaginarios cinematográficos.
            Uno de nuestros juegos favoritos era jugar a la lucha libre, como los gladiadores del cine o televisión que alimentaban nuestros sueños.  En lo físico su desarrollo era mejor que el mío y por ende era normal que siempre me venciera en esos lances. Yo era un poco superior en deportes como el béisbol o fútbol y en ocasiones jugábamos en rivalidad con jóvenes de otras calles periféricas a la nuestra donde el honor y superioridad de nuestra rúa era el estímulo para vencer a quien se nos pusiera enfrente.
            Con el correr del tiempo otras cosas engrandecieron un poco  nuestro limitado mundo como el admirar los coches -él fue el primero en aprender a conducir muy pequeño una pick up de su padre que utilizaban para las labores propias de su rancho-, lo cual socialmente lo hacía crecer más porque ninguno de nuestros progenitores poseía ningún vehículo para transportarse, pero a pesar de eso la envidia no rebasaba los límites naturales propios de los humanos, y seguíamos tan amigos como siempre.
            En nuestra incipiente pubertad algo imperceptible vino a alterar ese equilibrio amistoso. La demografía de nuestra arteria se incrementó un poco con la llegada de una nueva familia al barrio y el paquete incluía una linda muchachilla monopolizadora de todos nuestros gustos y deseos. De esa cauda involuntaria de admiradores yo me consideraba el menos favorecido en muchos sentidos.
            Todos los del barrio estábamos enamorados de ella. Era hermana de un amigo común compañero de todas las correrías propias de unos adolescentes. Yo tenía catorce años en ese entonces y las hormonas a todo tren no iban a la misma velocidad que mi timidez e inseguridad.
            Era bonita y tenía un toque de sensualidad en su rítmico caminar que era la delicia de todos nosotros. Se suspendía cualquier actividad que se estuviese desarrollando cuando nos percatábamos de su presencia, nuestras miradas recorrían toda su geografía por todos los puntos cardinales de su cuerpo. Ella lo sabía, alargaba un poco más sus pasos, echaba un poco la mitad superior de su cuerpo hacia adelante, como si estuviese subiendo la colina de nuestro estupor ilimitado y una nube de invisibilidad nos envolvía ante sus ojos fijos en el suelo. Poco nos duraba el placer de verla antes de entrar o salir de su casa cuando cumplía su rutina de ir a la escuela o se dirigía a reunirse con  su galán en algún enigmático lugar, abandonándonos en un vacío estético y en el intercambio, entre nosotros, de comentarios a la altura de nuestra incredulidad.
            Era innegable que soñábamos con poseer sus afectos amorosos pero estábamos en el entendido que tenía un novio al que envidiábamos sin conocerlo, hasta el odio. Éramos incorpóreos para ella, su impermeabilidad e indiferencia a nuestra presencia era impecable y olímpica.
De ninguna manera recuerdo a ciencia cierta cómo fuimos generando su amistad, al menos ya nos saludábamos cuando nos veíamos y a pesar de que pocas veces en otras ocasiones nos reuníamos a jugar y platicar toda la pandilla del barrio, era mi amigo quien se mostraba más interesado que cualquiera de nosotros por esta sílfide. Yo en cierta forma me mostraba a la expectativa en el entendido de que no pensaba que tuviese algún interés en mí. Sabía que jugaba contra el marcador pero eso no era obstáculo para que sintiera un escondido secreto gusto y afecto por esta bella moza.
            Es verdad  que nunca se mostró en particular atraída por mí y eso me ahorró muchas cosas, una de ellas, siempre he sido y seré un perfecto estúpido en esto de los cortejos y requiebros amorosos. Como nunca me he sentido favorecido por la naturaleza en lo físico, evado con mayor razón aventuras que pienso serán inviables y desastrosas. A pesar de todo por alguna razón desconocida y esperanzadora estoy atento a los mendrugos que puedan lastimosamente arrojarme la suerte y las circunstancias. No es algo de mi agrado pero los desafortunados en estas lides pasionales las esperamos como único recurso y patrimonio.
            Una noche el azar se compadeció de mí en un juego casi obligado de la adolescencia, esas oportunidades empíricas que se nos presentan disfrazadas para ir adentrándonos y conociendo poco a poco a nuestros contrarios de género. El formato se presentó en una actividad lúdica colectiva: el juego de la botella. Nuestra curiosidad, deseos, afanes y todo lo que deseemos saber o conocer de otros congéneres de manera directa, abierta o sincera, -que en otras circunstancias por distintas razones no pueden darse o no nos atrevemos-, encuentran respuesta. 
            Reunidos los participantes en círculo alrededor y atentos a los vuelcos impredecibles de este frasco, en nuestro interior anhelábamos que los participantes involucrados en este pasatiempo, alguno con mejor suerte llegase a besar a quien deseábamos, y en esta situación en especial era besar a la misma dulcinea codiciada por tan heterogénea concurrencia.
            En aquella época el destino no estaba inclinado a favorecer a nadie de manera arbitraria, sino de forma excepcional a uno solo y ese fui yo. Llegado el momento impensado miles de emociones se apropiaron de mí, pensé que a la vista de todos en el último segundo sería rechazado con un inevitable gesto de repulsión y convertirme en el hazme reír de esa picota grupal, en la vida y no a otra. En aquel entonces no tenía ni la más remota idea de lo que era un ósculo femenino, nunca había besado a ninguna dama y no tenía la más remota idea de cómo se hacía, pero el instinto suplió esta ignorancia y llevó la voz cantante con más entusiasmo que con conocimiento de la materia.
            La pena y la novedad me impidieron disfrutar de ese fugaz instante placentero pero ya más tarde en la oscuridad de mi habitación y con la complicidad de la almohada, retomé en retrospectiva la feliz ocasión en que había probado los labios de una mujer por vez primera en la  vida.

Analizando lo anterior a la luz del pasado ahora reflexiono que mis pensamientos no avanzaron ni un milímetro más allá de esa pírrica caricia labial, en ningún momento mis aspiraciones penetraron más lejos de otras alternativas y premios corporales, no los imaginaba y me era más que suficiente esa relación fraternal.
Nuestra relación subió un peldaño en un cumpleaños mío. Esa noche que nos vimos me felicitó por tal motivo pero me hizo saber que como no me iba a dar algo material, sí un regalo especial, un beso como lo marcan los cánones inherentes en estos casos.
El inicio de este pueril romance siguió su curso natural. Iba a verla todas las noches a su casa en las noches lo más seguido que podía con cualquier pretexto. Ahí en ella platicaba con su madre, sus hermanas que siempre estaban haciendo tareas escolares y de alguna manera nos salíamos ambos de ella para adentrarnos en horizontes más personales como el abrazarnos y besarnos solamente. No recuerdo el contenido de nuestras sustanciales pláticas pero no dudo en lo más mínimo que girarían en cosas irrelevantes y circunstanciales.
            Creo debo haberle caído bien a toda su familia porque nunca percibí y vi alguna manifiesta indisposición a mis visitas, restricción alguna menos, y su hermano, que siempre fuimos excelentes amigos, nunca externó alusión alguna al respecto y disfrutamos de esa amistad hasta la actualidad.
            Del resto de mis amistades adolescentes tampoco se hizo comentario relacionado con mis andanzas en esos ámbitos, estoy seguro que me envidiaban, y continuamos con nuestros juegos y reuniones ordinarias.
            Mis salidas con la amada fuera del contexto de su vivienda o del barrio, ya por mis desconocimiento en estos asuntos, por falta de dinero y de imaginación, se remitían en ir al cine los domingos para regresar al hogar inmediatamente terminada la película.
            La sala cinematográfica fue el centro escolar de los primeros escarceos apasionados de todos los muchachillos en circunstancias semejantes a la mía. Recuerdo que en la escuela secundaria a la que asistíamos se contaban las aventuras vividas imaginarias o reales, con alguna novia. Con fruición recreaban los ilimitados alcances de sus manos exploradoras, de la complicidad de la pareja en estos lances, del incipiente gozo de estos párvulos fogosos.
            En lo personal no creía nada de ello, creía que sólo eran pose de mancebos haciéndose notar para ganar algún prestigio dentro de la comunidad escolar como hombres de mundo. Además mi inocencia en esas experiencias inéditas para mí iban contra mis principios religiosos. Recién había yo terminado el grado escolar de primaria en una escuela confesional, y por ende casi todo tenía el sello del pecado; por otro parte en mi casa nunca se habló, y menos a mí en particular, de esos temas.
            De manera paralela el tiempo nos acompañaba en esa rutina provinciana, como pude terminé mis estudios en la secundaria y me fui al Distrito Federal a mal estudiar la preparatoria. Los escenarios cambiaron en nuestra relación que fue epistolar de contenidos insustanciales, algún cotilleo de allá del pueblo y cosas de ese tipo, pero no recuerdo que fuesen por ambas partes letras ardientes que alimentasen la hoguera de nuestros cariños. En aquellos tiempos nos escribimos poco, por varias razones, y la más importante fue que en realidad nunca sentí en el fondo un cariño profundo hacia ella a pesar de que disfrutaba mucho su compañía. Tal vez de su parte fuese la misma sensación o bien fueron los primeros balbuceos del conocimiento erótico.
            Cuando iba de vacaciones a mi residencia paterna reanudaba la mecánica de siempre: ir al cine, algún breve paseíllo por ahí y las obligadas visitas vespertinas a su morada. En la celebración del año nuevo había un cambio de locación, era la única ocasión en que ella iba a la mía después de la cena. Para esa fecha me vestía con un traje negro  -algo inusual en el pueblo-, de tres piezas de tela impropia para la zona calurosa en la que vivíamos, que era el único que tenía y deseaba aparentar ser un poco elegante y capitalino.
            Cubiertos los requisitos de celebrar en familia nos desterrábamos lejos del festejo familiar y a cubierto de cualquier mirada o curiosidad indiscreta, innecesaria esta medida porque sólo nos besábamos, abrazábamos, pero mi olfato sucumbía ante ese olor natural a limpio que emanaba su ser,  que por cierto, ninguna otra mujer ha tenido esa propiedad. No era un aroma artificial de algún perfume, era algo inherente a su persona.
 Consumidas las vacaciones de fines de año me regresaba nuevamente a la capital del país a seguir estudiando y así, en cada temporada de descanso estudiantil repetía la misma operación.
            En una de ellas, descubrí que ya no vivía ahí. No recuerdo si mi madre me informó algo al respecto pero la situación era esa. Por amigos me fui enterando en episodios y suspensos que mi gran amigo de la infancia, mi vecino,  suplía mis ausencias y que era correspondido con creces en sus demandas afectivas.
            Ahora me explico su conducta arisca para conmigo cuando iba para allá, si nos encontrábamos por casualidad su saludo tenía un eco de falsedad y alejamiento. Algo había cambiado y yo lo ignoraba por completo.
            Fue así como me enteré de forma parcial de los acontecimientos. Mi camarada había llegado más lejos que yo en el camino erótico. De sus amores clandestinos, el producto de los mismos no llegó a feliz término, mi dulcinea se vio embarazada y obligada a abortar para que no la cubriera el oprobio social que abanderaba el padre de mi compañero por considerar a sendos adolescentes estúpidos, y porque la dama no estaba a la altura de su abolengo y pretensiones. Todo parece indicar que ambos sí se amaban con sinceridad, porque de acuerdo con el decir de mis informantes, cuando se descubrió esta impensada situación, hubo tintes dramáticos en la obligada ruptura, que los conducía, al mancebo a renunciar a ella a pesar de su sincero deseo de casarse, y a esta última, a cambiar de domicilio para evitar de alguna forma la mácula familiar.
            Esa fue la última vez que supe algo de mi ex amada y me causó pena imaginarme este infortunado hecho por la manera tan desdichada en que terminó, porque siento que no son nada agradables esos cismas bajo esas circunstancias.
La vida en la gran urbe y algunos estudios alojados en la cabeza me dieron cierta impermeabilización para ver esto como algo deleznable, en mí existía una toma de distancia que se fue desarrollando con el correr del tiempo y mis incipientes cambios mentales se enfilaban a otros rumbos.
            Nunca consideré adversario en nada a mi vecino, asumí esto como una cosa natural, una vivencia más de la vida, y a diferencia de él, lo buscaba para retomar una añeja amistad que en mi caso no había sido dañada por esa malograda aventura de ellos. Tal vez, aunque no lo puedo asegurar, también fue su primer amor, pero era muy reticente a mencionar algo al respecto y por mi parte nunca hice mención alguna de este caso. Cuando inevitablemente nos veíamos por ahí nos saludábamos de lejos y en varias ocasiones hice el intento de acercarme a platicar pero él lo evitaba.
Por alguna razón  él se volvió alcohólico a fuerza de disciplina y costumbre, del diario lo veía pasar de ida y venida con una bolsa rumbo a la tienda cuando iba a comprar sus cervezas. En esas ocasiones nos saludábamos, sonreíamos,  decíamos adiós y hasta ahí todo.
             Se hizo muy amigo de otros compañeros menores en edad que vivían en el mismo barrio, todos ellos se reunían a embriagarse con regularidad frente a sus casas. Algunas veces  me invitaban a sumarme a tan alegre tropa pero rechazaba con cualquier pretexto el hacerlo porque no lo deseaba y para no crearme una mala imagen en mi pueblo. Excepcionalmente acepté una convocatoria de ellos y por otra razón que no fue etílica. Estaba cerca en esta celebración una conocida de la infancia con la que nunca tuve amistad alguna, más jóvenes nos gustábamos mutuamente pero nunca me acerqué a ella para nada a pesar de que indirectamente, por otros conocidos, me hacía saber su inclinación hacia mí.
            Esa fue la razón principal por la que acepté el convite, para charlar por vez primera y por otro lado, para volverme a encontrar con viejos camaradas con los que departí pocas veces con ellos en la niñez. Más aún, para estrechar esos lazos amistosos el festejo corrió por mi cuenta. Con la antigua conocida, y hoy nueva amiga, conservamos un afectuoso afecto que no trasciende esos límites a pesar de los antecedentes ya conocidos.
            La segunda y última ocasión de acercamiento que tuve con él se dio en una situación muy desagradable para mí. Sin poder precisar cómo se realizó sólo viene a mi memoria lo más sustancial de esa reunión. Recuerdo con mucha claridad que estábamos los dos en una esquina de la calle donde vivíamos, le habíamos rendido honores y tributos a unas cuantas cervezas. Me sentía medio mareado pero veía a él más que yo. Me hacía feliz el sentir que de alguna manera estábamos recuperando aquella vieja confraternidad que cubrió una buena parte de nuestra infancia y adolescencia. Tal vez eso fue la razón por la que accedí a tomar en la calle.
            Yo había decidido no regresar a México y quedarme a vivir y cuidar de mi madre que tenía mucho tiempo viviendo sola. Este retorno volitivo y no programado. Para tales propósitos me obligó a renunciar y perder muchas cosas allá en la capital del país y empezar una nueva vida en mi pueblo desde cero.
            La más urgente de mis tareas consistía en conseguir empleo que se me facilitó por el parentesco con un familiar contemporáneo del que nunca recuerdo haber tenido tratos con él en la vida pero esta minucia fue borrada por la cercanía consanguínea. Como sabía que estaba enrolado en lo sindical y ocupaba un buen nivel hasta en lo político, la necesidad me hizo alejarme de mi vergüenza y presentarme en todos sentidos con el primo al que no conocía. Me recibió con mucho afecto y esto aligeró mucho al explicarle el motivo de mi inesperada visita. A grandes rasgos le planteé mi situación y le hice un breve currículum oral de mis habilidades y destrezas cuando me solicitó información de ello.
            Me expuso que tenía dos alternativas en las cuales podía instalarme pero como estaba metido en un proyecto político inmediato donde podía serle útil -y a demanda mía cuando me lo comentó-, me incliné más por este último porque en ese campo tenía experiencias muy frescas y era más de mi agrado. No descartó tampoco que pudiera colocarme en la empresa donde trabajaba y que sólo estaba a la espera de ver cuál de las dos oportunidades laborales podía presentarse en menor tiempo.
            En aquel momento ya más relajados por la ingesta de las bebidas espirituosas nuestra charla con mi viejo  compañero corría más fluida. Ya le había comentado de mi decisión de quedarme a vivir ahí y le hacía saber de la visita que le había hecho a mi pariente y del compromiso que habíamos celebrado. Ese fue el momento que dinamitó lo que ya llevábamos construido en nuestras reanudadas relaciones amistosas. Muy molesto y alterado me lanzó la amenaza de que si mi pariente pensaba colocarme en la empresa paraestatal donde trabajaba su primogénita como eventual, se opondría por medio del sindicato a ello porque ya tenía tres años solicitándole a mi familiar que su hija obtuviera un contrato definitivo del cual no había obtenido nada hasta ese momento, y por considerarlo injusto movería cielo, mar y tierra para impedir que yo le despojara inmerecidamente esa plaza potencial que yo eventualmente adquiriría.
            Sin dejar de guardar la calma, me desconcertaron y molestaron varias cosas. Una de ellas era que ignoraba y era ajeno a  sus demandas laborables. En lo personal si hubiese estado enterado de esta situación no hubiera permitido que se cometiera este hecho para salvar mi necesidad de emplearme e ir en detrimento de los derechos de mi conocido. Me decepcionaba su actitud porque le había hecho saber antes de su acceso iracundo, mi urgente necesidad de emplearme, y por el tono desconsiderado y nada amistoso de su actitud arrebatada ante algo que todavía se planteaba como una posibilidad, y también porque esto evidenciaba que tenía muchos resentimientos en contra mía. Nunca llegué a conocer ni creo llegar a saberlo nunca en su totalidad, cuál o cuáles eran las razones de sus furias acumuladas para conmigo.
            Antes de su frustrado romance con mi ex novia nunca habíamos tenido dificultad alguna, posteriormente a ello, mucho menos porque pocas veces nos vimos y cuando eso sucedió todo quedó en un saludo fugaz y cortés. En tal virtud, el supuesto agraviado debería ser yo, pero eso no me afectó nada, dicho con indudable  sinceridad, porque lo que realmente sentí en su momento por aquella mujer era un gusto sano, más que cariño, sólo eso, en aquel entonces no lo sabía ni lo entendía, por la misma razón no me sentí ofendido ni traicionado en modo alguno por algo que no condujo ni llevaba a nada cierto o seguro.
            El encuentro de esa ocasión terminó en que cada uno nos fuimos a nuestras respectivas casas, yo dolido y decepcionado por su animadversión gratuita hacia mí; él, sólo él, supo cuál era su verdadero estado anímico. Intuimos que habíamos llegado a un rompimiento más o menos civilizado manejado por mí porque nunca respondí a su agresión verbal. Entendí que todo lo que dijo era resultado de su exaltación etílica y porque en modo alguno lo herí o quise dañarlo o agraviarlo.
            Posterior a todo eso, rutinariamente lo veía ir y venir frente a mi casa con su embozada bolsita de compras cuando iba por su dotación de cebadas. Si coincidían nuestras miradas sólo nos sonreíamos y movíamos las manos en señal de adiós. Un día de esos, y porque ya estaba yo trabajando de servidor público en el ayuntamiento, noté su ausencia en la calle. La tendera del negocio donde iba a surtirse de sus levaduras me comentó que estaba internado en el hospital de la empresa donde laboraba  recibiendo atención médica, porque le habían reventado unos divertículos que tenía en los intestinos y que ya tenía varios días que había sido sometido a una cirugía que le había dejado el vientre abierto y expuestas sus vísceras para tratar de detener la septicemia que padecía.
         No tuve sinceros deseos de ir a verlo en su postración patológica como tampoco  acompañé sus restos al cementerio cuando falleció. Otra razón, mi trabajo me lo impedía aunque pude haber solicitado un permiso que me hubiesen concedido sin problema alguno por una causa de esta naturaleza.
 No lo hice, tampoco fue una reacción  en contra suya aunque no sepa precisar cuál sea si existe. Lo digo fuerte y claro a los cuatro vientos, nunca tuve nada en su contra, muy por el contrario, simpatía y comprensión  para su causa que no supo apreciar en ningún momento.
A veces pienso que cuando alguien muere con ellos morimos un poco también nosotros. Todo, absolutamente todo lo absorbe esa vorágine oscura que son los insaciables hoyos negros de la muerte a los cuales todos vamos, a la nada.

sábado, 14 de julio de 2012

Todo un caballero


He visto caer la noche. Se fue de bruces y corrí a levantarla, después seguí mi camino.

YO, TROGLODITA


Me declaro como un cavernario en eso de las exquisiteces aunque tengo mis dudas con relación a ellas. En particular con la gastronomía. No estoy del todo convencido pero de un tiempo para acá he notado la valoración de muchas cosas –como el vino y la comida entre otras-, que antes pasaban frente al portal de nuestra existencia como Pedro por su casa, pero ahora los niveles del refinamiento han alcanzado alturas insospechadas.

Ya no tenemos en mente la humilde cocina con calderos humeantes calentados con leña aromática, o una colección de sartenes negras colgadas en la pared, veteranas de muchas batallas contra carnes, legumbres, jamones, embutidos, etc., donde una matrona con el obligado y manchado delantal, pañuelo en la cabeza, tenía su vaporoso feudo.

Ahora las cocinas son centros asépticos muy iluminadas, equipadas con una parafernalia de acero y electrodomésticos inimaginables donde un team humano impecablemente albo y disciplinado, despliega sus virtudes en la preparación culinaria de platillos en una gastronomía muy estetizada pero ausente de sabor, mas no de la marca y prestigio de los grandes cocineros, ahora llamados rimbombantemente cheff.

Aunque con limitaciones no crecí de manera silvestre o pedestre. No, definitivamente no. He tenido la oportunidad en su momento de invadir espacios por mí pocas veces transitados que algunos disfruté y otros no. Antes de adentrarme por esos rumbos fui ideologizado, sobre todo por el cine norteamericano, sobre la ingesta de buenas viandas y disfrute a la dolce vita a la que sólo conocía a través de esas imágenes.

Una buena cena o el yantar ideal debía considerar –incluida una guapísima moza rubia como parte de este rito-, una escenografía ad hoc. Luces tenues, flores por donde la vista se resbalara, velas en la mesa, champaña súper espumosa que requería de los conocimientos enciclopédicos de un sommelier y el auxilio de un camarero ceremonioso que ofreciera la mágica botella fina, cuidadosamente envuelta en un mantelillo albo para su cata al que iba a pagar la cuenta.

 En otro plano cerrado se veía cómo aprobaba casi en éxtasis la acertadísima elección con los ojos en blanco, la gran prosapia del bebestible que tenía frente a su olfato, el espumoso y burbujeante contenido que se escanciaba en un par de delicadas copas más transparentes que un alma de anacoreta.

La dama acompañante seducida por las lejanas notas de un piano ambiental, alzaba la copa con los ojos entornados como cordero a medio morir, para brindar tal vez por el amor, por la billetera del mancebo, por los placeres de la vida o por las tres cosas.

El resto de esta deliciosa y festejable velada transcurría en la degustación de los platos más deliciosos creados por la febril actividad y dictado de un marmitón de altos vuelos: patas de pescado a la Luxemburgo con salsa de leche de hormiga embarazada del Ártico, ombligo de canario zulú serenado, caldo de lágrimas de ternera enamorada con fideos, y de postre, placenta de ballena madrileña con leche de cabra tibetana en dulce. Todo como lo marcan los cánones del sibaritismo contemporáneo y los gurúes que han tomado por asalto la cocina, ah, y por supuesto, en minúsculos platos asimétricos con el coste de los mismos.

Tuve la oportunidad de apreciar la famosísima langosta, el no menos conocido caviar, y el afamadísimo champagne y lo admito, fue en una fiesta de alto postín a la que fui invitado por un gran amigo mío de buen nivel socio económico. Como esas pulgas nunca habían brincado en mi colchón, no le supe rendir los honores y ritos correspondientes a tan delicadas vituallas. Me avergüenza decir –pero es cierto- que no miré el vino a través de la copa, mucho menos acerqué arrobado la nariz, ni pensar que vi su contenido a contraluz, y el colmo, no lo deje desgranarse en su lentitud hacia el fondo, y lo imperdonable, cuando le di el primer sorbo, no permití que tomara plaza en mi paladar. Tal vez por esas razones nunca más me pidieron asistir a sus saraos.

La langosta se me hace una gamba para cegatones y a estos los he comido al ajillo y en pinchos, igual de sabrosos y más baratos que ese crustáceo afamado.

El caviar, esa hueva del pez esturión, tiene el mismo sabor que la de un pescado seco americano del istmo de Tehuantepec menos conocido: la lisa, pero muchísimo más económico.

Prefiero la sidra rosa, me deja más satisfecho que el más caro y fino champagne y el exceso de ambas producen la misma resaca, y sólo porque sabemos que es un martirio pots-pedal, hasta nos dejaríamos practicar una cirugía de urgencia en nuestros castigados cuerpos. Las burbujas se las regalo a los cultistas de esta bebida.

Como es evidente no soy fácil de deslumbrar, seguir modas, falsas poses o imitaciones sociales. Busco consentir al paladar, no la insipidez.

La realidad es que me sentía un outsider en esas reuniones en las que hay más apariencia que otra cosa, ánimo de deslumbrar, aparecer en esas revistillas especializadas en cotilleos donde se hace un riguroso y detallado inventario de lo que viste la gente para ser fashion; la escenografía, las raciones servidas, la presencia de notables y las damas casaderas o a unos milímetros del divorcio, en suma, el deslumbrón en todo su apogeo.

Quiero evitar que me suceda lo que a un amigo de mi difunto padre, sedicente conocedor de las bebidas espirituosas. En cierta ocasión llegó por sorpresa  casi al final de una reunión improvisada en la casa de un pariente. Las botellas  estaban en pleno proceso de extinción y previsor el hombre, vertió en una refinada botella vacía de un prestigioso whisky que había caído en el cumplimiento del beber, otro licor de baja calidad, por si se presentaba un inesperado para tener que ofrecerle algo. La hospitalidad ante todo.

Se le invitó un trago después de mostrarle orgullosamente la calidad de lo ofrecido cortésmente, a lo cual muy entusiasmado aceptó dejando ver una sonrisa beatífica al mismo tiempo que marcaba las bondades de ese líquido próximo a darle alojamiento entre pecho y espalda. Su sapiencia y conocimiento de esas beberecuas salieron a relucir cuando gustoso y excitado no se hizo del rogar con la segunda, tercera invitación a otro trago y otros más, hasta vaciar el frasco de este elíxir apócrifo.

Tengo paladar de chivo, mis papilas gustativas han tenido un horizonte muy estrecho y espartano en eso del comer o beber. Tal vez por eso pienso que hay más ceremonia, exageración y mito con relación a los grandes catadores. Veía en un programa de televisión cómo un conocedor de quesos, creo que asturianos, hablaba maravillas de ese derivado lácteo.

Mencionaba que las ternascas ordeñadas para la fabricación de estas delicias se alimentaban de pastos especiales en campos virginales, silvestres, ecológicos, aromatizados por florecillas silvestres… Que todo eso se olía y paladeaba al probarlos, los quesos, no los campos, dejemos las cosas en claro.

No creo llegar a tanto si le hincara el diente al caer alguno en mis manos. Tal vez lo deglutiría con la misma fruición de un pavo. Un pan con aceite de oliva y tomate restregado en su superficie me deja más que satisfecho, y de beber, agua, leche o una coca cola muy fría. Pienso como Don Miguel de Cervantes Saavedra con relación a la alta cocina: que la más exquisita salsa del mundo es el hambre. De no ser cierto, lo demás es pura afectación.

jueves, 3 de mayo de 2012

TALLER LITERARIO

Para un mejor desempeño de su obra ponemos a la disposición de escritores, redactores, poetas y a todos los creadores del mundo de las letras, los siguientes servicios:

Alquiler y/o venta de musas para su mejor inspiración.
Se reparan sustantivos
Nivelamos frases
Ordenamos abecedarios
Colocamos parches reductores a la O
Abrillantamos adjetivos
Alineamos sus doble ele
Balanceamos acentos
Rectificamos verbos
Adhesivos para el punto de su i
Convertimos I en Y
Transformamos su N en M
Hospitalización de palabras graves
Suero vitaminado para sílabas átonas
Transformación de letras mayúsculas a minúsculas
Cambiamos su Ç a Z
Desmanchamos versos blancos


No pierda la calidad de sus trabajos, consúltenos, nos adaptaremos a sus necesidades.

LA NOCHE

Bóveda astral
silencio parlante,
cortejo sideral
de guiños de plata,
paz oscura,
infinita faz.

Éxodo astral
hacia confines perpetuos
sueño sin estar dormido.

Diáspora cósmica
inconsciencia noctámbula,
amantísima madre nocturna,
administradora de destellos
fulgores a cuenta gotas
sonámbula al vencer el día,
humilde, humano,yo sólo te veo.

viernes, 23 de marzo de 2012

LLUVIA


         No es la lluvia de otros, es la mía. Aquella de goteras en el techo de láminas de mi casa, de lágrimas no del cielo, sino las mías. De ese cacharro melódico en el suelo recogiendo migajas celestiales a un triste ritmo de plop, plop, plop.

         En el cielo una inmensa sábana gris desgarrada por rayos cubría mis tristezas, con cierta piedad, vergüenza y conmiseración cumpliendo su trabajo ineludible de tanto en tanto. No temía a los truenos sino a mi rabia impotente de cambiar el curso de las cosas.

         Nunca imaginé oír cantar el temporal en los cristales de una ventana, el crepitar indolente de la leña en la chimenea, la cómplice luz tenue,  el diván muelle, la copa de vino bebida en unos labios expectantes de amor.

         Menos entré en la mente de los labriegos esperanzados a la producción de mejores cosechas de cereales de esta bendición húmeda.

         Egoísta que fui nunca vi pasar las riadas destruyendo caminos, arrastrar en su furia a reses, perros, gatos, troncos de árboles aún orgullosos y erectos en su derrota.

         Alguna idea me forjo del mítico diluvio bíblico, el parte aguas de la vieja y la nueva humanidad, del renacimiento a una nueva aurora, cobijo y afán.

         Por eso este aguacero es y no es el mismo para todos. Cada quien su lluvia y sus llantos.