sábado, 23 de agosto de 2014

EL ALMIRANTE


        Cursé mi educación primaria en una escuela confesional. En su tiempo era muy prestigiada y mayoritariamente asistían los descendientes varones de la clase burguesa local y algunos foráneos. No me explico cómo ingresé a una institución educativa de esa magnitud porque no pertenecía a esos grupos sociales acomodados.
        La infraestructura en sí no tenía nada extraordinario pero era innegable que en ese renglón fue  la mejor de todas ellas. Conserva en la actualidad sus tres o cuatro niveles -no lo recuerdo con exactitud-, donde estaban las salas de clase, una capilla, dormitorio para los estudiantes internos, comedor, oficinas, etc.; un patio central relativamente grande como área lúdica y parte de él para las actividades cívicas.
Los lunes se hacían los honores a la bandera, algún discursillo o poema relacionado con ella o nuestro país y al final se cubría esta obligada ceremonia con el canto de nuestro himno nacional. Este culto cívico en todas las planteles a nivel nacional ha permitido tener un país pluricultural, multiétnico, polilingüístico y contrastante en costumbres y geografía gracias a una exitosa política educativa identitaria, nacionalista y gregaria que hoy nos da una unicidad inquebrantable.
        En ese lapso de tiempo que consumía alrededor de media hora, yo disfrutaba al máximo esos instantes que me alejaban por un momento fugaz del odiado salón de clases o para gastarle alguna broma a los aburridos condiscípulos cercanos a mi entorno. Terminado ese rito de manera ordenada nos retirábamos frustrados a nuestras aulas a beber como pócima –al menos para mí-, los aburridos contenidos de diversas asignaturas.
        Ya instalados en el aula antes de iniciar actividades, al salir y regresar del recreo y al final de clases, rezábamos con fingido fervor, yo en lo personal, los forzados padres nuestros y aves María que nos marcaban los sacerdotes educadores. Los viernes primeros de cada mes se oraba un rosario completo, igual sucedía en ciertas efemérides religiosas y con la asistencia a misa los domingos nos acreditaban un buen número de indulgencias –que duplicaban su cuantía cuando nos visitaba el obispo-, que iban directas a nuestro expediente de buenos cristianos.
        Creo que llegué a acumular una cantidad tan grande de esas prerrogativas celestiales en todos esos años que estudié ahí, que hasta la actualidad soy muy descuidado e irresponsable en mi vida privada porque estoy seguro de tener esa cobertura con excedentes para cubrir, y poseer todavía la solvencia necesaria que se requiera, las faltas que me quieran adjudicar. Más aún, aunque fuese el ser más despreciable de este sufrido planeta, tengo ya ganado el cielo. Esa es una gran ventaja en hacer ese tipo de inversiones a futuro.
        De esa época recuerdo con mucho cariño los uniformes escolares que usábamos, eran tres: el del diario, de semigala y el de gala. El primero consistía en un pantalón café caqui de gabardina, camisa azul con bordes blancos en la manga corta y en la orilla superior de la bolsa y zapatos cafés bien lustrados.
        El segundo atuendo era totalmente albo: zapatos, pantalones, camisa y corbata azul contrastante con semejante blancura. Lo utilizaba para las ceremonias cívicas de ese primer día de la semana. Viene a mi mente una ocasión en especial.
Me tocó recitar un poema a nuestra enseña tricolor y que por perezoso todavía unos minutos antes de pasar a declamarlo, no lo había memorizado y en el último instante me lo grabé en la superficie dura de mi cerebro. Hecho un manojo de nervios subí al lugar donde tenía que decirlo, sentí como una losa en mi desgarbada postura todas las miradas de la escuela que me impidieron que saliera huyendo de tan solemne rito, y con todo el ardor nacional que me permitía ese estado emocional, de mi boca salieron unos versos sordos con voz de pito agudo inaudibles, pero cubrí lleno de gloria el compromiso cívico.
Mi gestualización declamatoria merece mención especial, los patrióticos movimientos rápidos de sendas manos iban del centro de mi pecho hacia los lados y viceversa de forma mecánica y reiterativa. Supongo que mi marcial figura y el discurso emitido fueron motivo de encendidas discusiones y debates por semanas y meses, sobre cómo plantarse con corrección, bizarría, presencia y dominio del escenario en el foro a externar esos amores primarios a la patria.
La última vestimenta, la de las grandes ocasiones especiales consistía en otro nevado ropaje, que era el mismo de media gala pero al que le agregábamos un chaquetín níveo, corto hasta la cintura con botonadura dorada y hombreras azules. Este era utilizado en los desfiles patrios, ceremonias exclusivas que lo requirieran y en las fiestas de fin de cursos donde se entregaban diplomas a los más capacitados de cada grado escolar. En muy excepcionales casos subí al estrado a recibir esos reconocimientos y es innecesario decir que fui segundón o tercero en algunas asignaturas, más nunca por promedio.
De todos estos atuendos mi favorito era este último. Ya desde días anteriores a su uso para alguna fecha importante mis emociones e imaginación iban más delante de los acontecimientos. Estaba al tanto de que estuviese preparado, bien planchado y colgado en un gancho, impecable, hecho un sol esplendente.
Mis zapatos con todo y cordones inmaculados, permanecían atentos a partir plaza por las principales calles de la ciudad que era donde se llevaba a efecto la parada escolar nuestra.
Ese día me levantaba más temprano que de ordinario con el ánimo y el orgullo de marchar. Era la única ocasión que no tenían que estarme apremiando para abandonar la cama, ducharme y salir a la carrera rumbo a la escuela. Ya con el uniforme a cuestas y desayunado mi madre me despedía ufana con un beso al ver mi gallardo porte militar, me proveía de medios económicos con la insólita suma de ¡cinco pesos! cuando mi estipendio diario era de cincuenta centavos, para cubrir cualquier antojo o eventualidad.
Doblemente feliz, por usar mi uniforme favorito y la gruesa suma de dinero en el bolsillo, salía a conquistar el mundo. Yo era otro al caminar las calles que me llevarían al colegio porque creía que los transeúntes con los que encontraba en el camino observarían mi plante varonil y decidido. Más aún, tenía la seguridad de que tras las cortinas de las ventanas estaría gente viéndome a discreción admirando mi valerosa y erguida figura.
Desde el barandal del primer nivel donde estaba mi salón de clases, veía como si fuese un almirante de un portaviones en la torre de control, firme, atento y vigilante, cómo la tropa a mi mando en el patio del colegio se preparaba para desfilar, parecía un minúsculo lago lleno de garzas blancas revoloteando buscando dónde aterrizar y despegar, acomodarse en esa barahúnda anárquica donde todo mundo realizaba actividades dispares: unos ayudando a otros a formar el nudo de la corbata, algunos ensayando redobles en los tambores de la banda de guerra, por ahí se escuchaban sonidos de trompetas desafinadas a todo tren, la escolta de la bandera practicando algunos pasos marciales para lucirlos en las arterias principales de la ciudad; instructores de todo pelaje tratando de organizar la turbamulta de adolescentes para salir del instituto en fila de dos para volvernos a reagrupar de forma definitiva en la vía pública, y marchar a incorporarnos a los lugares asignados a sendas academias donde partirían las diversas columnas de participantes en esta efeméride nacional.
En un momento dado el plantel escolar delante de nosotros avanzó al ritmo de su descompasada banda de guerra, que junto con las otras a la vanguardia y la retaguardia que participaban al igual que la nuestra, llenaron de sonidos opacos las rúas por donde se desplazaban, rebotando en las casas y edificios colaterales a ellos.
Las filas de  los contingentes de tan entusiasta tropa más atentos a la observación de los padres de familia agrupados en las aceras aplaudiendo a sus críos, nos hacía olvidarnos del deber de guardar distancias entre nosotros que por momentos más nos asemejábamos a una compacta marcha obrera, pero sin pancartas, mantas y gritos, que alumnos participando en una parada cívica.
Según mis cuentas, dentro de todo este desorden estudiantil yo era el único que desfilaba con garbo, gallardía, salero, galanura y prestancia que exigía la indumentaria que portaba. El uniforme hablaba de y por mí, de mi dignidad de ser un marino de alto rango que aunque no poseía un quepí, una espada ni galones, la autoridad la obtenía de una sobrada liquidez ética presta a defender a la patria, tal como nos señalaba nuestro glorioso himno nacional mexicano en una de sus estrofas y versos: “Piensa oh Patria querida que el cielo, un soldado en cada hijo te dio”.             
Para no perder mi compostura y presencia con el rabillo del ojo tomaba nota de cómo un compañero de mi grupo ya iba con la camisa de fuera, otro con la corbata desanudada y mal colocada, uno más de otra aula iba bañado en sudor en contraste con mi frescura y solemnidad. Ese era nuestro ejército en ciernes.
Cercanos a la deshidratación concluía nuestra marcha, no era necesario que nos dijesen “rompan filas” para salir como estampida de búfalos a diferentes destinos, a nuestras casas, a las refresquerías, a buscar novia quien las tuviese, a largarse por ahí de vagos.
¿Y yo? Sólo tenía nueve años y cinco pesos en los bolsillos para gastar sin saber en qué invertirlos.



martes, 19 de agosto de 2014

EL MIEDO

De todo lo que vamos a perder en la vida, que lo primero sea el miedo.