jueves, 8 de febrero de 2007

La mujer que nunca vi

Soy muy impermeable a las aglomeraciones, digo, es un decir, porque soy muy contradictorio. A veces cifro infundadas expectativas en ellas. Pienso en esto dada mi carácter y personalidad solitaria.
El problema es añejo y consustancial a mí desde el origen: mi calidad de unigénito. Tal vez a otras personas esa misma particularidad y características, este individualismo natural no les signifique problema alguno. Hay sujetos así que superan esta solitariedad tendiendo miles de puentes hacia el exterior y así de esta manera tan sencilla y simple, se convierten en los seres más amistosos del mundo. El asunto soledad-compañía se vuelve una ecuación de fácil despeje de operaciones que les arroja los resultados apetecidos. ¡Así de sencillo y rápido!
Sin embargo existimos otros especímenes diseminados por ahí, para los cuales una fórmula de esta naturaleza se vuelve un terreno pantanoso, como aquéllas míticas arenas movedizas que lo único a que conducen, los que tratamos de emerger de ahí, se traduce en una tarea imposible, en la cual los trabajos de Hércules, comparados con nuestros esfuerzos, quedan como un día en la playa.
Son muchos los factores y circunstancias que explican esta nada envidiable incapacidad de interrelacionarse con los semejantes. Buscando explicaciones para descubrir este fenómeno anti gregario, éstas tendrían que dirigirse a razones económicas, psicológicas, sociales, culturales, caracterológicas, formativas...
Volviendo a lo mío, sinceramente ya no me atrae encontrar la etiología de mi caso. Me queda perfectamente claro que así he sido, soy y seré. Más aún, existe en mí un morboso placer ambiguo entre vivir solo y con gente a mi alrededor y que depende de circunstancias desear estar así o con alguien.
Tal vez por eso hoy que vi a esa hermosa dama viví esta emoción encontrada.
Todo comenzó con mi asistencia a la ciudad de Xalapa a un cursillo preparatorio de capacitación de personal para adiestrarlo en la aplicación de nuevas técnicas econométricas. Obligadamente asistimos más de la mitad de personas ya entrenadas y la parte restante, novicios que aleccionarán a su vez a otros aspirantes a un nuevo peldaño curricular y laboral.
Esta enseñanza permite un alegre convivio entre colegas dedicados a la misma actividad. Se nos ofrece un buen hospedaje, buenas viandas, y lo más importante, el encuentro de viejos amigos con los que en alguna ocasión se compartió el mismo empleo, se conoció en otros cursos anteriores y la nada despreciable oportunidad de conocer con un poco de suerte a gente interesante.
Mi conducta en tales reuniones ha sido invariable: mantener una sana distancia cortés con la tropa circundante. Razones, renuncio inexorablemente a las conversaciones trilladas, monotemáticas superficiales, a la falsa postura, a la parranda clandestina, a la juerga interminable, y a desvelarme insustancialmente. Mientras los compañeros de habitación ven en la televisión la misma programación ñoña con la que se entretienen en su casa, o se acicalan para alguna cita con alguna colega y/o compañeros de holgorio, me dedico a la lectura de libros llevados para tales propósitos o los manuales que utilizaremos en nuestra preparación. De esa manera consumí la noche previa al inicio de la instrucción.
Ya en ella, y posterior a un desayuno formal, en una sala de usos múltiples rentada para tales casos, los organizadores nos van instalando por regiones y zonas estatales, lo que obliga a que estemos en un mismo equipo sentados alrededor de grandes mesas a los conocidos de donde somos originarios.
Emplazados todos de la manera descrita, se inician los saludos a larga distancia a los compañeros que en alguna ocasión anterior con ellos se tomó el curso o porque se laboró en otra zona hace algún tiempo. Este reconocimiento del terreno también permite en esta primer barrida visual conocer a los nuevos colegas y al elemento femenino que pueda obligarnos a centrar nuestra atención en ellas. La dinámica de la instrucción también apoya bastante esta inspección, porque la propia inercia de la exposición de los temas a desarrollarse, permite intervenciones nuestras para aclarar y enriquecer lo ahí comentado, favoreciendo esta mecánica académica la espléndida oportunidad de reconocer las mismas faces, las que escaparon a la primera inspección ocular o aquéllas que refuerzan las preferencias estéticas previamente seleccionadas.
Fue en este escenario donde la conocí. Alta, blanca, de estilizada y atractiva figura, impactante presencia y bonitas facciones. Es innecesario señalar la debacle emocional en la que me instalé y ésta se hizo mayúscula porque intervino en la cátedra brillantemente con una observación muy aguda. A partir de ese momento el propósito de mi presencia en ese foro se trasladó a un plano secundario para centrar mi interés en ella, aunque también fue la apertura de mis dudas, certezas, incertidumbres y vacilaciones.
Conociendo mis inexistentes técnicas en el abordaje femenil y mis limitaciones infinitas en saber bordar un acercamiento con desconocidas, me resigné al alucine visual como lucha final particular.
La clase siguió su curso inevitable y al término del primer receso se nos concedió un descanso generoso para tomar los alimentos. En el restaurante es ocioso decir que una de las primera estrategias que tomé fue la de visualizar rápidamente y de manera discreta mientras estaba formado para que me sirvieran mis platillos, cosa que hicieron después de diez minutos porque había una larga fila, y a diferencia de otras ocasiones no me irritó, porque esta lentitud me ofrecía un margen mayor de posibilidades de verla llegar, pero pronto arribé involuntariamente a donde los servían y con mi ración en la mano localicé una mesa estratégica para observar su entrada.
Pocos comensales había en ella, lo cual me permitió una remota posibilidad de que circunstancialmente ella eligiera acompañarnos en alguna silla vacía. Alguien a mi diestra intentó hacerme la charla pero mis lacónicas expresiones lo persuadieron a buscar por otro lado, cosa que logró muy pronto y en breves segundos ya iniciaba una plática con otro presente, mientras yo seguía atisbando el horizonte con mucha discreción.
Poco después la vi entrar al lugar habilitado como comedor, hizo su reglamentaria formación, noté que saludó a alguien de alguna mesa al fondo a mi derecha y después ocupó una silla al lado de ellos. Ese fue el momento que marcó mi estrepitosa caída anímica porque mi lógica me llevaba de la mano a pensar que tenía conocidos ahí y que con ellos consumiría todo el resto del tiempo que nos quedaba antes de entrar a la segunda parte de la instrucción.
Desangelado acabé con mis alimentos y me salí inmediatamente de ahí, abandoné la sede para tratar de conseguir algunas pastillas en la calle que aniquilaran el sabor y olor de lo comido. Ya de regreso me instalé a un costado de las escaleras que conducen a la sala de usos múltiples al encontrar un lugar relativamente cómodo donde podría sentarme a leer y a fumar.
En realidad en ningún instante dejé de pensar en esa agradable mujer y traté de adivinar de dónde provenía, que muy probablemente enseñaba macroeconomía o alguna de esas asignaturas áridas, y de ser así, sus alumnos olvidarían esa materia para dedicarle más atención a lo mismo que yo, y mil cosas más hasta que poco a poco me fue absorbiendo la lectura que tenía en mis manos, la que a veces era interrumpida por pequeños grupos alegres que subían o bajaban frente a mí.
En el momento menos pensado escuché una voz agradable que me preguntaba si traía un encendedor para su cigarro apagado. Mi reacción ante este estímulo acústico fue de torpeza y estupidez cuando descubrí a quien me solicitaba ese favor era la mujer que estaba yo deseando conocer. Ella se disculpó a su manera por haber interrumpido mi concentración y me explicaba de la manera más natural que dedujo que yo forzosamente traía fuego porque me había visto fumando.
Le ofrecí el encendedor que cumplió su cometido y agradeció mi atención para inmediatamente retirarse con una bellísima sonrisa que la hizo más hermosa a mis ojos.
Con mi mejor cara de imbécil vi cómo se iba alejando ella y sentí cómo se acercaban a mis pensamientos toda una serie de auto recriminaciones por ser tan extremadamente inepto e incapaz de haberle dicho cualquier burrada para iniciar una plática y todo lo que se desprendiera de ella.
No tiene sentido seguir enumerando todas las enciclopédicas fallas que me diagnostiqué y decir que no me hicieron mella, sería mentir. Cierto, algo me dolió, y si digo algo es porque así ha sido la mayoría de ocasiones en que me veo en trances semejantes y en cierta forma como que ya me acostumbré y por ende mi caparazón está más fortificado para infortunios como éste, y cuando pienso en esto me acuerdo de Nietzche cuando decía que “lo que no te mata te fortalece”, y creo que ese es mi caso.
Más aún, tenía la completa seguridad de que ya de regreso a casa jamás me acordaría de ella, como si no existiese o la hubiese visto, como efectivamente sucedió, salvo este momento en que si lo menciono es por aspectos estrictamente ilustrativos y para que conozcan los diferentes tipos de cernícalos que existimos, por fortuna en proceso de extinción. Tal vez se nos encuentre por ahí vagando y alucinando en el lugar menos pensado cuando nos dejamos ver, pero de que existimos, existimos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Extraordinaria exposición. Volveré a leer tus escritos.

José Manuel Villagómez Cadena dijo...

Agradezco tu paciencia y benevolencia. Un abrazo