Cursé mi educación primaria en una escuela confesional. En su
tiempo era muy prestigiada y mayoritariamente asistían los descendientes varones
de la clase burguesa local y algunos foráneos. No me explico cómo ingresé a una
institución educativa de esa magnitud porque no pertenecía a esos grupos
sociales acomodados.
La infraestructura en sí no tenía nada extraordinario pero
era innegable que en ese renglón fue la
mejor de todas ellas. Conserva en la actualidad sus tres o cuatro niveles -no
lo recuerdo con exactitud-, donde estaban las salas de clase, una capilla,
dormitorio para los estudiantes internos, comedor, oficinas, etc.; un patio
central relativamente grande como área lúdica y parte de él para las
actividades cívicas.
Los
lunes se hacían los honores a la bandera, algún discursillo o poema relacionado
con ella o nuestro país y al final se cubría esta obligada ceremonia con el canto
de nuestro himno nacional. Este culto cívico en todas las planteles a nivel
nacional ha permitido tener un país pluricultural, multiétnico, polilingüístico
y contrastante en costumbres y geografía gracias a una exitosa política
educativa identitaria, nacionalista y gregaria que hoy nos da una unicidad
inquebrantable.
En ese lapso de tiempo que consumía alrededor de media hora,
yo disfrutaba al máximo esos instantes que me alejaban por un momento fugaz del
odiado salón de clases o para gastarle alguna broma a los aburridos
condiscípulos cercanos a mi entorno. Terminado ese rito de manera ordenada nos
retirábamos frustrados a nuestras aulas a beber como pócima –al menos para mí-,
los aburridos contenidos de diversas asignaturas.
Ya instalados en el aula antes de iniciar actividades, al
salir y regresar del recreo y al final de clases, rezábamos con fingido fervor,
yo en lo personal, los forzados padres nuestros y aves María que nos marcaban
los sacerdotes educadores. Los viernes primeros de cada mes se oraba un rosario
completo, igual sucedía en ciertas efemérides religiosas y con la asistencia a
misa los domingos nos acreditaban un buen número de indulgencias –que
duplicaban su cuantía cuando nos visitaba el obispo-, que iban directas a
nuestro expediente de buenos cristianos.
Creo que llegué a acumular una cantidad tan grande de esas
prerrogativas celestiales en todos esos años que estudié ahí, que hasta la
actualidad soy muy descuidado e irresponsable en mi vida privada porque estoy
seguro de tener esa cobertura con excedentes para cubrir, y poseer todavía la solvencia
necesaria que se requiera, las faltas que me quieran adjudicar. Más aún, aunque
fuese el ser más despreciable de este sufrido planeta, tengo ya ganado el
cielo. Esa es una gran ventaja en hacer ese tipo de inversiones a futuro.
De esa época recuerdo con mucho cariño los uniformes escolares
que usábamos, eran tres: el del diario, de semigala y el de gala. El primero
consistía en un pantalón café caqui de gabardina, camisa azul con bordes
blancos en la manga corta y en la orilla superior de la bolsa y zapatos cafés
bien lustrados.
El segundo atuendo era totalmente albo: zapatos, pantalones,
camisa y corbata azul contrastante con semejante blancura. Lo utilizaba para
las ceremonias cívicas de ese primer día de la semana. Viene a mi mente una
ocasión en especial.
Me
tocó recitar un poema a nuestra enseña tricolor y que por perezoso todavía unos
minutos antes de pasar a declamarlo, no lo había memorizado y en el último
instante me lo grabé en la superficie dura de mi cerebro. Hecho un manojo de
nervios subí al lugar donde tenía que decirlo, sentí como una losa en mi
desgarbada postura todas las miradas de la escuela que me impidieron que
saliera huyendo de tan solemne rito, y con todo el ardor nacional que me permitía
ese estado emocional, de mi boca salieron unos versos sordos con voz de pito
agudo inaudibles, pero cubrí lleno de gloria el compromiso cívico.
Mi
gestualización declamatoria merece mención especial, los patrióticos
movimientos rápidos de sendas manos iban del centro de mi pecho hacia los lados
y viceversa de forma mecánica y reiterativa. Supongo que mi marcial figura y el
discurso emitido fueron motivo de encendidas discusiones y debates por semanas
y meses, sobre cómo plantarse con corrección, bizarría, presencia y dominio del
escenario en el foro a externar esos amores primarios a la patria.
La
última vestimenta, la de las grandes ocasiones especiales consistía en otro
nevado ropaje, que era el mismo de media gala pero al que le agregábamos un
chaquetín níveo, corto hasta la cintura con botonadura dorada y hombreras
azules. Este era utilizado en los desfiles patrios, ceremonias exclusivas que
lo requirieran y en las fiestas de fin de cursos donde se entregaban diplomas a
los más capacitados de cada grado escolar. En muy excepcionales casos subí al
estrado a recibir esos reconocimientos y es innecesario decir que fui segundón
o tercero en algunas asignaturas, más nunca por promedio.
De
todos estos atuendos mi favorito era este último. Ya desde días anteriores a su
uso para alguna fecha importante mis emociones e imaginación iban más delante
de los acontecimientos. Estaba al tanto de que estuviese preparado, bien
planchado y colgado en un gancho, impecable, hecho un sol esplendente.
Mis
zapatos con todo y cordones inmaculados, permanecían atentos a partir plaza por
las principales calles de la ciudad que era donde se llevaba a efecto la parada
escolar nuestra.
Ese
día me levantaba más temprano que de ordinario con el ánimo y el orgullo de
marchar. Era la única ocasión que no tenían que estarme apremiando para
abandonar la cama, ducharme y salir a la carrera rumbo a la escuela. Ya con el
uniforme a cuestas y desayunado mi madre me despedía ufana con un beso al ver
mi gallardo porte militar, me proveía de medios económicos con la insólita suma
de ¡cinco pesos! cuando mi estipendio diario era de cincuenta centavos, para
cubrir cualquier antojo o eventualidad.
Doblemente
feliz, por usar mi uniforme favorito y la gruesa suma de dinero en el bolsillo,
salía a conquistar el mundo. Yo era otro al caminar las calles que me llevarían
al colegio porque creía que los transeúntes con los que encontraba en el camino
observarían mi plante varonil y decidido. Más aún, tenía la seguridad de que
tras las cortinas de las ventanas estaría gente viéndome a discreción admirando
mi valerosa y erguida figura.
Desde
el barandal del primer nivel donde estaba mi salón de clases, veía como si
fuese un almirante de un portaviones en la torre de control, firme, atento y
vigilante, cómo la tropa a mi mando en el patio del colegio se preparaba para
desfilar, parecía un minúsculo lago lleno de garzas blancas revoloteando buscando
dónde aterrizar y despegar, acomodarse en esa barahúnda anárquica donde todo
mundo realizaba actividades dispares: unos ayudando a otros a formar el nudo de
la corbata, algunos ensayando redobles en los tambores de la banda de guerra,
por ahí se escuchaban sonidos de trompetas desafinadas a todo tren, la escolta
de la bandera practicando algunos pasos marciales para lucirlos en las arterias
principales de la ciudad; instructores de todo pelaje tratando de organizar la
turbamulta de adolescentes para salir del instituto en fila de dos para
volvernos a reagrupar de forma definitiva en la vía pública, y marchar a
incorporarnos a los lugares asignados a sendas academias donde partirían las
diversas columnas de participantes en esta efeméride nacional.
En
un momento dado el plantel escolar delante de nosotros avanzó al ritmo de su
descompasada banda de guerra, que junto con las otras a la vanguardia y la
retaguardia que participaban al igual que la nuestra, llenaron de sonidos
opacos las rúas por donde se desplazaban, rebotando en las casas y edificios
colaterales a ellos.
Las
filas de los contingentes de tan
entusiasta tropa más atentos a la observación de los padres de familia
agrupados en las aceras aplaudiendo a sus críos, nos hacía olvidarnos del deber
de guardar distancias entre nosotros que por momentos más nos asemejábamos a
una compacta marcha obrera, pero sin pancartas, mantas y gritos, que alumnos
participando en una parada cívica.
Según
mis cuentas, dentro de todo este desorden estudiantil yo era el único que
desfilaba con garbo, gallardía, salero, galanura y prestancia que exigía la
indumentaria que portaba. El uniforme hablaba de y por mí, de mi dignidad de
ser un marino de alto rango que aunque no poseía un quepí, una espada ni
galones, la autoridad la obtenía de una sobrada liquidez ética presta a
defender a la patria, tal como nos señalaba nuestro glorioso himno nacional mexicano
en una de sus estrofas y versos: “Piensa oh Patria querida que el cielo, un
soldado en cada hijo te dio”.
Para
no perder mi compostura y presencia con el rabillo del ojo tomaba nota de cómo
un compañero de mi grupo ya iba con la camisa de fuera, otro con la corbata
desanudada y mal colocada, uno más de otra aula iba bañado en sudor en
contraste con mi frescura y solemnidad. Ese era nuestro ejército en ciernes.
Cercanos
a la deshidratación concluía nuestra marcha, no era necesario que nos dijesen
“rompan filas” para salir como estampida de búfalos a diferentes destinos, a
nuestras casas, a las refresquerías, a buscar novia quien las tuviese, a
largarse por ahí de vagos.
¿Y
yo? Sólo tenía nueve años y cinco pesos en los bolsillos para gastar sin saber
en qué invertirlos.