sábado, 3 de mayo de 2014

Un amigo de la infancia

           La vieja casa de mis padres está ubicada en lo alto de uno de los muchos cerros donde está asentada y desde ahí hasta donde lo permiten otras construcciones y el follaje de los árboles, veo parcialmente el río a lo lejos y los humedales alimentados por él. Cuando salgo al centro de la ciudad es para hacerme visible socialmente y regalarme el encuentro fallido con alguna de las amistades de antaño.
                  Fue en el último viaje a mi pueblo lo que me dio una perspectiva diferente de las cosas. Entendí y comprendí que mi juventud  me había abandonado hacía mucho tiempo. Por primera vez en mi vida descubro que la villa es una piel de lagarto caliente, me lo confirmó mi edad al caminar por el lomerío de sus calles al recorrer aquellos lugares conocidos donde dejé buena parte de mi existencia y ahora les heredo mis pocas fuerzas restantes.  
Sin proponérmelo hice un recorrido nostálgico en ese municipio que conocí y que por las malas administraciones públicas sigue igual, decrépito, sucio y abandonado. Fue muy frustrante ver casi todo igual o mejor dicho peor. Anteriormente no existían en pleno centro de este emporio todos esos puestos de vendimia de miles cosas obstruyendo en su totalidad las aceras.  Mi frustración y mis pasos permitieron un cambio de escenario para hacer un inventario de la vieja localidad todavía muy  reconocible por las eternas edificaciones más deterioradas, horribles y desiertas. Pocas cosas nuevas alegran el paisaje, al menos por esos rumbos, como lo son algunos novedosos establecimientos comerciales situados en las plantas bajas de esos andrajosos edificios.
            Todo es nostalgia en este mismo y diferente lugar de clima asfixiante que se diluye con el buen humor de su gente dicharachera,  donde transcurrió una parte de mi infancia y adolescencia, antes de irme a estudiar y vivir la mayor parte de mi vida a México. Fueron años de ires y venires en vacaciones, y en el que en uno de ellos se generó aquel encuentro desafortunado con un viejo amigo de mi niñez.
            Él era el hijo menor del riquillo de la cuadra. Se le consideraba así porque su padre tenía un trabajo bien  remunerado y además una gran finca con ganado en otra ciudad. Muchos años después me enteré que fue obtenida de sucia manera al igual que la buena casa que habitaban aledaña a la nuestra, lo que les permitió vivir con mejor calidad de vida que la del resto de sus vecinos.
            Buena parte de mi vida infantil transcurrió en juegos con su compañía porque éramos contemporáneos en edad y además vivíamos pegados a su propiedadFueron ellos los primeros en tener un aparato de televisión en la ciudad y eventualmente la veía en compañía de su familia que era atenta y amable conmigo en esas visitas.
            Ya un poco más grandes nuestros respectivos padres nos permitían ir juntos al cine a ver películas del Llanero Solitario, Tarzan y otras propias para nuestras mentes infantiles que nos daban material para seguir hablando de nuestros héroes imaginarios cinematográficos.
            Uno de nuestros juegos favoritos era jugar a la lucha libre, como los gladiadores del cine o televisión que alimentaban nuestros sueños.  En lo físico su desarrollo era mejor que el mío y por ende era normal que siempre me venciera en esos lances. Yo era un poco superior en deportes como el béisbol o fútbol y en ocasiones jugábamos en rivalidad con jóvenes de otras calles periféricas a la nuestra donde el honor y superioridad de nuestra rúa era el estímulo para vencer a quien se nos pusiera enfrente.
            Con el correr del tiempo otras cosas engrandecieron un poco  nuestro limitado mundo como el admirar los coches -él fue el primero en aprender a conducir muy pequeño una pick up de su padre que utilizaban para las labores propias de su rancho-, lo cual socialmente lo hacía crecer más porque ninguno de nuestros progenitores poseía ningún vehículo para transportarse, pero a pesar de eso la envidia no rebasaba los límites naturales propios de los humanos, y seguíamos tan amigos como siempre.
            En nuestra incipiente pubertad algo imperceptible vino a alterar ese equilibrio amistoso. La demografía de nuestra arteria se incrementó un poco con la llegada de una nueva familia al barrio y el paquete incluía una linda muchachilla monopolizadora de todos nuestros gustos y deseos. De esa cauda involuntaria de admiradores yo me consideraba el menos favorecido en muchos sentidos.
            Todos los del barrio estábamos enamorados de ella. Era hermana de un amigo común compañero de todas las correrías propias de unos adolescentes. Yo tenía catorce años en ese entonces y las hormonas a todo tren no iban a la misma velocidad que mi timidez e inseguridad.
            Era bonita y tenía un toque de sensualidad en su rítmico caminar que era la delicia de todos nosotros. Se suspendía cualquier actividad que se estuviese desarrollando cuando nos percatábamos de su presencia, nuestras miradas recorrían toda su geografía por todos los puntos cardinales de su cuerpo. Ella lo sabía, alargaba un poco más sus pasos, echaba un poco la mitad superior de su cuerpo hacia adelante, como si estuviese subiendo la colina de nuestro estupor ilimitado y una nube de invisibilidad nos envolvía ante sus ojos fijos en el suelo. Poco nos duraba el placer de verla antes de entrar o salir de su casa cuando cumplía su rutina de ir a la escuela o se dirigía a reunirse con  su galán en algún enigmático lugar, abandonándonos en un vacío estético y en el intercambio, entre nosotros, de comentarios a la altura de nuestra incredulidad.
            Era innegable que soñábamos con poseer sus afectos amorosos pero estábamos en el entendido que tenía un novio al que envidiábamos sin conocerlo, hasta el odio. Éramos incorpóreos para ella, su impermeabilidad e indiferencia a nuestra presencia era impecable y olímpica.
De ninguna manera recuerdo a ciencia cierta cómo fuimos generando su amistad, al menos ya nos saludábamos cuando nos veíamos y a pesar de que pocas veces en otras ocasiones nos reuníamos a jugar y platicar toda la pandilla del barrio, era mi amigo quien se mostraba más interesado que cualquiera de nosotros por esta sílfide. Yo en cierta forma me mostraba a la expectativa en el entendido de que no pensaba que tuviese algún interés en mí. Sabía que jugaba contra el marcador pero eso no era obstáculo para que sintiera un escondido secreto gusto y afecto por esta bella moza.
            Es verdad  que nunca se mostró en particular atraída por mí y eso me ahorró muchas cosas, una de ellas, siempre he sido y seré un perfecto estúpido en esto de los cortejos y requiebros amorosos. Como nunca me he sentido favorecido por la naturaleza en lo físico, evado con mayor razón aventuras que pienso serán inviables y desastrosas. A pesar de todo por alguna razón desconocida y esperanzadora estoy atento a los mendrugos que puedan lastimosamente arrojarme la suerte y las circunstancias. No es algo de mi agrado pero los desafortunados en estas lides pasionales las esperamos como único recurso y patrimonio.
            Una noche el azar se compadeció de mí en un juego casi obligado de la adolescencia, esas oportunidades empíricas que se nos presentan disfrazadas para ir adentrándonos y conociendo poco a poco a nuestros contrarios de género. El formato se presentó en una actividad lúdica colectiva: el juego de la botella. Nuestra curiosidad, deseos, afanes y todo lo que deseemos saber o conocer de otros congéneres de manera directa, abierta o sincera, -que en otras circunstancias por distintas razones no pueden darse o no nos atrevemos-, encuentran respuesta. 
            Reunidos los participantes en círculo alrededor y atentos a los vuelcos impredecibles de este frasco, en nuestro interior anhelábamos que los participantes involucrados en este pasatiempo, alguno con mejor suerte llegase a besar a quien deseábamos, y en esta situación en especial era besar a la misma dulcinea codiciada por tan heterogénea concurrencia.
            En aquella época el destino no estaba inclinado a favorecer a nadie de manera arbitraria, sino de forma excepcional a uno solo y ese fui yo. Llegado el momento impensado miles de emociones se apropiaron de mí, pensé que a la vista de todos en el último segundo sería rechazado con un inevitable gesto de repulsión y convertirme en el hazme reír de esa picota grupal, en la vida y no a otra. En aquel entonces no tenía ni la más remota idea de lo que era un ósculo femenino, nunca había besado a ninguna dama y no tenía la más remota idea de cómo se hacía, pero el instinto suplió esta ignorancia y llevó la voz cantante con más entusiasmo que con conocimiento de la materia.
            La pena y la novedad me impidieron disfrutar de ese fugaz instante placentero pero ya más tarde en la oscuridad de mi habitación y con la complicidad de la almohada, retomé en retrospectiva la feliz ocasión en que había probado los labios de una mujer por vez primera en la  vida.

Analizando lo anterior a la luz del pasado ahora reflexiono que mis pensamientos no avanzaron ni un milímetro más allá de esa pírrica caricia labial, en ningún momento mis aspiraciones penetraron más lejos de otras alternativas y premios corporales, no los imaginaba y me era más que suficiente esa relación fraternal.
Nuestra relación subió un peldaño en un cumpleaños mío. Esa noche que nos vimos me felicitó por tal motivo pero me hizo saber que como no me iba a dar algo material, sí un regalo especial, un beso como lo marcan los cánones inherentes en estos casos.
El inicio de este pueril romance siguió su curso natural. Iba a verla todas las noches a su casa en las noches lo más seguido que podía con cualquier pretexto. Ahí en ella platicaba con su madre, sus hermanas que siempre estaban haciendo tareas escolares y de alguna manera nos salíamos ambos de ella para adentrarnos en horizontes más personales como el abrazarnos y besarnos solamente. No recuerdo el contenido de nuestras sustanciales pláticas pero no dudo en lo más mínimo que girarían en cosas irrelevantes y circunstanciales.
            Creo debo haberle caído bien a toda su familia porque nunca percibí y vi alguna manifiesta indisposición a mis visitas, restricción alguna menos, y su hermano, que siempre fuimos excelentes amigos, nunca externó alusión alguna al respecto y disfrutamos de esa amistad hasta la actualidad.
            Del resto de mis amistades adolescentes tampoco se hizo comentario relacionado con mis andanzas en esos ámbitos, estoy seguro que me envidiaban, y continuamos con nuestros juegos y reuniones ordinarias.
            Mis salidas con la amada fuera del contexto de su vivienda o del barrio, ya por mis desconocimiento en estos asuntos, por falta de dinero y de imaginación, se remitían en ir al cine los domingos para regresar al hogar inmediatamente terminada la película.
            La sala cinematográfica fue el centro escolar de los primeros escarceos apasionados de todos los muchachillos en circunstancias semejantes a la mía. Recuerdo que en la escuela secundaria a la que asistíamos se contaban las aventuras vividas imaginarias o reales, con alguna novia. Con fruición recreaban los ilimitados alcances de sus manos exploradoras, de la complicidad de la pareja en estos lances, del incipiente gozo de estos párvulos fogosos.
            En lo personal no creía nada de ello, creía que sólo eran pose de mancebos haciéndose notar para ganar algún prestigio dentro de la comunidad escolar como hombres de mundo. Además mi inocencia en esas experiencias inéditas para mí iban contra mis principios religiosos. Recién había yo terminado el grado escolar de primaria en una escuela confesional, y por ende casi todo tenía el sello del pecado; por otro parte en mi casa nunca se habló, y menos a mí en particular, de esos temas.
            De manera paralela el tiempo nos acompañaba en esa rutina provinciana, como pude terminé mis estudios en la secundaria y me fui al Distrito Federal a mal estudiar la preparatoria. Los escenarios cambiaron en nuestra relación que fue epistolar de contenidos insustanciales, algún cotilleo de allá del pueblo y cosas de ese tipo, pero no recuerdo que fuesen por ambas partes letras ardientes que alimentasen la hoguera de nuestros cariños. En aquellos tiempos nos escribimos poco, por varias razones, y la más importante fue que en realidad nunca sentí en el fondo un cariño profundo hacia ella a pesar de que disfrutaba mucho su compañía. Tal vez de su parte fuese la misma sensación o bien fueron los primeros balbuceos del conocimiento erótico.
            Cuando iba de vacaciones a mi residencia paterna reanudaba la mecánica de siempre: ir al cine, algún breve paseíllo por ahí y las obligadas visitas vespertinas a su morada. En la celebración del año nuevo había un cambio de locación, era la única ocasión en que ella iba a la mía después de la cena. Para esa fecha me vestía con un traje negro  -algo inusual en el pueblo-, de tres piezas de tela impropia para la zona calurosa en la que vivíamos, que era el único que tenía y deseaba aparentar ser un poco elegante y capitalino.
            Cubiertos los requisitos de celebrar en familia nos desterrábamos lejos del festejo familiar y a cubierto de cualquier mirada o curiosidad indiscreta, innecesaria esta medida porque sólo nos besábamos, abrazábamos, pero mi olfato sucumbía ante ese olor natural a limpio que emanaba su ser,  que por cierto, ninguna otra mujer ha tenido esa propiedad. No era un aroma artificial de algún perfume, era algo inherente a su persona.
 Consumidas las vacaciones de fines de año me regresaba nuevamente a la capital del país a seguir estudiando y así, en cada temporada de descanso estudiantil repetía la misma operación.
            En una de ellas, descubrí que ya no vivía ahí. No recuerdo si mi madre me informó algo al respecto pero la situación era esa. Por amigos me fui enterando en episodios y suspensos que mi gran amigo de la infancia, mi vecino,  suplía mis ausencias y que era correspondido con creces en sus demandas afectivas.
            Ahora me explico su conducta arisca para conmigo cuando iba para allá, si nos encontrábamos por casualidad su saludo tenía un eco de falsedad y alejamiento. Algo había cambiado y yo lo ignoraba por completo.
            Fue así como me enteré de forma parcial de los acontecimientos. Mi camarada había llegado más lejos que yo en el camino erótico. De sus amores clandestinos, el producto de los mismos no llegó a feliz término, mi dulcinea se vio embarazada y obligada a abortar para que no la cubriera el oprobio social que abanderaba el padre de mi compañero por considerar a sendos adolescentes estúpidos, y porque la dama no estaba a la altura de su abolengo y pretensiones. Todo parece indicar que ambos sí se amaban con sinceridad, porque de acuerdo con el decir de mis informantes, cuando se descubrió esta impensada situación, hubo tintes dramáticos en la obligada ruptura, que los conducía, al mancebo a renunciar a ella a pesar de su sincero deseo de casarse, y a esta última, a cambiar de domicilio para evitar de alguna forma la mácula familiar.
            Esa fue la última vez que supe algo de mi ex amada y me causó pena imaginarme este infortunado hecho por la manera tan desdichada en que terminó, porque siento que no son nada agradables esos cismas bajo esas circunstancias.
La vida en la gran urbe y algunos estudios alojados en la cabeza me dieron cierta impermeabilización para ver esto como algo deleznable, en mí existía una toma de distancia que se fue desarrollando con el correr del tiempo y mis incipientes cambios mentales se enfilaban a otros rumbos.
            Nunca consideré adversario en nada a mi vecino, asumí esto como una cosa natural, una vivencia más de la vida, y a diferencia de él, lo buscaba para retomar una añeja amistad que en mi caso no había sido dañada por esa malograda aventura de ellos. Tal vez, aunque no lo puedo asegurar, también fue su primer amor, pero era muy reticente a mencionar algo al respecto y por mi parte nunca hice mención alguna de este caso. Cuando inevitablemente nos veíamos por ahí nos saludábamos de lejos y en varias ocasiones hice el intento de acercarme a platicar pero él lo evitaba.
Por alguna razón  él se volvió alcohólico a fuerza de disciplina y costumbre, del diario lo veía pasar de ida y venida con una bolsa rumbo a la tienda cuando iba a comprar sus cervezas. En esas ocasiones nos saludábamos, sonreíamos,  decíamos adiós y hasta ahí todo.
             Se hizo muy amigo de otros compañeros menores en edad que vivían en el mismo barrio, todos ellos se reunían a embriagarse con regularidad frente a sus casas. Algunas veces  me invitaban a sumarme a tan alegre tropa pero rechazaba con cualquier pretexto el hacerlo porque no lo deseaba y para no crearme una mala imagen en mi pueblo. Excepcionalmente acepté una convocatoria de ellos y por otra razón que no fue etílica. Estaba cerca en esta celebración una conocida de la infancia con la que nunca tuve amistad alguna, más jóvenes nos gustábamos mutuamente pero nunca me acerqué a ella para nada a pesar de que indirectamente, por otros conocidos, me hacía saber su inclinación hacia mí.
            Esa fue la razón principal por la que acepté el convite, para charlar por vez primera y por otro lado, para volverme a encontrar con viejos camaradas con los que departí pocas veces con ellos en la niñez. Más aún, para estrechar esos lazos amistosos el festejo corrió por mi cuenta. Con la antigua conocida, y hoy nueva amiga, conservamos un afectuoso afecto que no trasciende esos límites a pesar de los antecedentes ya conocidos.
            La segunda y última ocasión de acercamiento que tuve con él se dio en una situación muy desagradable para mí. Sin poder precisar cómo se realizó sólo viene a mi memoria lo más sustancial de esa reunión. Recuerdo con mucha claridad que estábamos los dos en una esquina de la calle donde vivíamos, le habíamos rendido honores y tributos a unas cuantas cervezas. Me sentía medio mareado pero veía a él más que yo. Me hacía feliz el sentir que de alguna manera estábamos recuperando aquella vieja confraternidad que cubrió una buena parte de nuestra infancia y adolescencia. Tal vez eso fue la razón por la que accedí a tomar en la calle.
            Yo había decidido no regresar a México y quedarme a vivir y cuidar de mi madre que tenía mucho tiempo viviendo sola. Este retorno volitivo y no programado. Para tales propósitos me obligó a renunciar y perder muchas cosas allá en la capital del país y empezar una nueva vida en mi pueblo desde cero.
            La más urgente de mis tareas consistía en conseguir empleo que se me facilitó por el parentesco con un familiar contemporáneo del que nunca recuerdo haber tenido tratos con él en la vida pero esta minucia fue borrada por la cercanía consanguínea. Como sabía que estaba enrolado en lo sindical y ocupaba un buen nivel hasta en lo político, la necesidad me hizo alejarme de mi vergüenza y presentarme en todos sentidos con el primo al que no conocía. Me recibió con mucho afecto y esto aligeró mucho al explicarle el motivo de mi inesperada visita. A grandes rasgos le planteé mi situación y le hice un breve currículum oral de mis habilidades y destrezas cuando me solicitó información de ello.
            Me expuso que tenía dos alternativas en las cuales podía instalarme pero como estaba metido en un proyecto político inmediato donde podía serle útil -y a demanda mía cuando me lo comentó-, me incliné más por este último porque en ese campo tenía experiencias muy frescas y era más de mi agrado. No descartó tampoco que pudiera colocarme en la empresa donde trabajaba y que sólo estaba a la espera de ver cuál de las dos oportunidades laborales podía presentarse en menor tiempo.
            En aquel momento ya más relajados por la ingesta de las bebidas espirituosas nuestra charla con mi viejo  compañero corría más fluida. Ya le había comentado de mi decisión de quedarme a vivir ahí y le hacía saber de la visita que le había hecho a mi pariente y del compromiso que habíamos celebrado. Ese fue el momento que dinamitó lo que ya llevábamos construido en nuestras reanudadas relaciones amistosas. Muy molesto y alterado me lanzó la amenaza de que si mi pariente pensaba colocarme en la empresa paraestatal donde trabajaba su primogénita como eventual, se opondría por medio del sindicato a ello porque ya tenía tres años solicitándole a mi familiar que su hija obtuviera un contrato definitivo del cual no había obtenido nada hasta ese momento, y por considerarlo injusto movería cielo, mar y tierra para impedir que yo le despojara inmerecidamente esa plaza potencial que yo eventualmente adquiriría.
            Sin dejar de guardar la calma, me desconcertaron y molestaron varias cosas. Una de ellas era que ignoraba y era ajeno a  sus demandas laborables. En lo personal si hubiese estado enterado de esta situación no hubiera permitido que se cometiera este hecho para salvar mi necesidad de emplearme e ir en detrimento de los derechos de mi conocido. Me decepcionaba su actitud porque le había hecho saber antes de su acceso iracundo, mi urgente necesidad de emplearme, y por el tono desconsiderado y nada amistoso de su actitud arrebatada ante algo que todavía se planteaba como una posibilidad, y también porque esto evidenciaba que tenía muchos resentimientos en contra mía. Nunca llegué a conocer ni creo llegar a saberlo nunca en su totalidad, cuál o cuáles eran las razones de sus furias acumuladas para conmigo.
            Antes de su frustrado romance con mi ex novia nunca habíamos tenido dificultad alguna, posteriormente a ello, mucho menos porque pocas veces nos vimos y cuando eso sucedió todo quedó en un saludo fugaz y cortés. En tal virtud, el supuesto agraviado debería ser yo, pero eso no me afectó nada, dicho con indudable  sinceridad, porque lo que realmente sentí en su momento por aquella mujer era un gusto sano, más que cariño, sólo eso, en aquel entonces no lo sabía ni lo entendía, por la misma razón no me sentí ofendido ni traicionado en modo alguno por algo que no condujo ni llevaba a nada cierto o seguro.
            El encuentro de esa ocasión terminó en que cada uno nos fuimos a nuestras respectivas casas, yo dolido y decepcionado por su animadversión gratuita hacia mí; él, sólo él, supo cuál era su verdadero estado anímico. Intuimos que habíamos llegado a un rompimiento más o menos civilizado manejado por mí porque nunca respondí a su agresión verbal. Entendí que todo lo que dijo era resultado de su exaltación etílica y porque en modo alguno lo herí o quise dañarlo o agraviarlo.
            Posterior a todo eso, rutinariamente lo veía ir y venir frente a mi casa con su embozada bolsita de compras cuando iba por su dotación de cebadas. Si coincidían nuestras miradas sólo nos sonreíamos y movíamos las manos en señal de adiós. Un día de esos, y porque ya estaba yo trabajando de servidor público en el ayuntamiento, noté su ausencia en la calle. La tendera del negocio donde iba a surtirse de sus levaduras me comentó que estaba internado en el hospital de la empresa donde laboraba  recibiendo atención médica, porque le habían reventado unos divertículos que tenía en los intestinos y que ya tenía varios días que había sido sometido a una cirugía que le había dejado el vientre abierto y expuestas sus vísceras para tratar de detener la septicemia que padecía.
         No tuve sinceros deseos de ir a verlo en su postración patológica como tampoco  acompañé sus restos al cementerio cuando falleció. Otra razón, mi trabajo me lo impedía aunque pude haber solicitado un permiso que me hubiesen concedido sin problema alguno por una causa de esta naturaleza.
 No lo hice, tampoco fue una reacción  en contra suya aunque no sepa precisar cuál sea si existe. Lo digo fuerte y claro a los cuatro vientos, nunca tuve nada en su contra, muy por el contrario, simpatía y comprensión  para su causa que no supo apreciar en ningún momento.
A veces pienso que cuando alguien muere con ellos morimos un poco también nosotros. Todo, absolutamente todo lo absorbe esa vorágine oscura que son los insaciables hoyos negros de la muerte a los cuales todos vamos, a la nada.